CONTRA CASI TODO. Por José Ant. Martínez-Abarca.
Con toda la angustia del mundo, me despedí de la cocina murciana, la de verdad, cuando mi madre mandó a mi tata a su pueblo, hará un par de años, por considerar que se había hecho demasiado mayor. Durante mucho tiempo, y desde luego durante toda mi juventud, acaricié la idea de acabar mis días como una especie de cura sin voto de castidad, entregado a lo mismo que el hoy nonagenario escritor Rafael Sánchez Ferlosio decía que vivía entregado durante decenios, a sus «altos estudios eclesiásticos». La vida perfecta que imaginaba para mí consistía en la apacibilidad de esos, más o menos, «altos estudios eclesiásticos». Que incluirían por supuesto todo tipo de autores pecaminosos de los siglos dieciocho y diecinueve, una cocina respetable y de pobres dos veces al día, la murciana que yo había conocido y entrañado desde siempre, y una tata de avanzadísima edad y si puede ser vestida de negro que me regañara por llegar a casa en la alta noche, todas las noches.
No me explico el triunfalismo sobre el actual estado de la cocina murciana que se supone debemos mantener viva, como hicieron las generaciones anteriores
No pudo ser. Mi madre, que se había educado en Francia y que en su vejez se alimenta mayormente de té, acabó un día con la gastronomía sólida y sin contemplaciones que yo había mamado desde que aún gateaba, enviando a mi tata de vuelta a un pueblo al que ella no sentía entusiasmo por volver, tras más de medio siglo con nosotros. Supongo que, al final, ganaron la guerra los «vol au vents» y las cosas metidas en gelatina salada, frente a los arroces con lentejas o las para siempre idas sopas transparentes de espárragos trigueros. Ahí, justamente ahí, me despedí sentimentalmente de Murcia, con todo lo que ello conlleva.
Mis intentos por reeditar en restaurantes alguno de aquellos sabores de mano experta, surgida de lo más profundo de nuestra geografía áspera y concentrada de la Región de Murcia previa al trasvase del Tajo, han fracasado de forma sistemática. He conocido unas pocas aproximaciones, alguna vez interesantes, pero parciales, que me dejaban con la lágrima a medio derramar, siempre a medias. Pero, en la inmensa mayoría de ocasiones, lo que se ofrece como cocina tradicional murciana, la diversísima que tenía la Región, es lastimoso y me indigna hasta tal punto que mis conocidos evitan ir a cenar conmigo, pues no es raro que abronque al dueño o al cocinero por hacer una cocina de hospital (sí, suele ser cocinero, porque las cocineras tienen siempre más respeto por la herencia recibida, no tratan de ser originales cuando no deben y conocen más el valor de lo aparentemente pequeño). En concreto, el problema se agrava hasta tal punto en lo que se conoce como centro turístico de la capital de la Región, que no me explico el triunfalismo sobre el actual estado de la cocina que se supone debemos mantener viva, como hicieron las generaciones anteriores. Cartas clonadas, productos de ínfima calidad, desaparición práctica del recetario de las verduras que nos dio fama «underground» entre gastrónomos de fuera, sospechosos fondos de guiso procesados por las grandes cadenas alimenticias e idénticos para cualquier cosa…
Sí, hay algún restaurante donde se arrancan con algún plato del recetario de las abuelas y las tatas, pero lo cobran de tal forma que hay que llevarse hasta las escrituras notariales. Hay un rasgo particularmente molesto de nuestra cultura, que consiste en que a demasiada gente le parece que un plato sabe mejor si se lo cobran a quinientos que a cincuenta. Muchos restaurantes se vaciarían si no poca parte de nuestra sociedad no pudiese presumir de cartera, si es posible ante la querida. Se trata, como casi siempre en Murcia, de «sacar la barriga», del «porque podemos». Tantas barrigas acumuladas, cada vez más esféricas conforme Murcia se apunta al progreso, me han expulsado incluso de los recuerdos de aquella cocina de pobres de mi tata, que mantenía mi vinculación emocional con el «genius loci» murciano, el auténtico espíritu del lugar. No sé dónde ha ido a parar, y sé que ya no lo encontraré.

José A. Martínez-Abarca