ARS CASINO. Por Loreto López
Modesta, en su tamaño; sencilla, como su autor. La copica con flores de Luis Garay, en el Congresillo, puede pasar casi desapercibida para el visitante inquieto, que va de sala en sala buscando el asombro de las obras más efectistas. Nosotros hoy nos detenemos ante ella, la contemplamos con admiración y cariño, la gozamos en su singularidad, pues no es lo común en la producción del pintor.
Hablar de Luis Garay (Nonduermas, Murcia, 1893 – Murcia, 1956) es hablar del artista vocacional, “el pintor humilde de la luz sencilla”, como él mismo se definiría, pero también del escritor, el cronista evocador de un murcianismo casi obsesivo.
De su nacimiento e infancia, en el seno de una familia sumida en la más absoluta pobreza, nos habla el propio autor en sus escritos: “Me sentía avergonzado de mis vestidos, de mi alimentación, de ser tan extremadamente pobre…”; pero su inteligencia despierta y su sensibilidad por el arte del dibujo son tempranamente manifiestas . Con solo trece años deja la casilla de peones camineros del Puerto de la Cadena, su hogar paterno, entrando a trabajar como mozo en una tienda de ultramarinos de Murcia mientras se forma en las clases de la Real Sociedad Económica de Amigos del País y en el Círculo de Bellas Artes.
No tarda nuestro personaje en intentar vivir de sus habilidades, dedicándose al dibujo de litografía y a las artes gráficas, no abandonando nunca esta faceta de diseñador, incluso de carrozas para las fiestas murcianas de la Batalla de las Flores o el Entierro de la Sardina.
HABLAR DE LUIS GARAY ES HABLAR DEL ARTISTA VOCACIONAL, «EL PINTOR HUMILDE DE LA LUZ SENCILLA»
En esta Murcia, pequeña y provinciana, durante el primer cuarto del siglo XX surge una generación sin duda excepcional de la que Garay es figura destacada junto a Gaya o Flores, compañeros de inquietudes y de recorrido en esos años. Con ellos expone en 1927 en la galería Dalmau de Barcelona con gran éxito de crítica y un año después, también junto a ellos, viaja a París becado por la Diputación… pero, ay, Luis no se adapta a la gran urbe y vuelve a Murcia; aunque prepara desde aquí la exposición de la galería Quatre Chemins, y con ella logra un nuevo éxito de crítica.
Consolidado en la ciudad que tanto amó y de la que fue un personaje también entrañable y querido, en 1933 es nombrado profesor de la Escuela de Artes y Oficios. Junto a su producción pictórica, son frecuentes sus ilustraciones y artículos en la prensa local.
Murcia, en especial sus gentes, es el motivo fundamental de su obra, una visión realista, un tanto descarnada, pero sobre todo un testimonio de su época que nos ha legado en forma de pinturas y de escritos que, desde estas páginas, modestamente quiero invitar a reeditar.
Como botón de muestra, un breve fragmento del que puede que fuera su último artículo, publicado en el diario Línea, del 8 de septiembre de 1955, bajo el título de «Recuerdos Imprecisos Murcianos»:
“Cuando una cosa se recuerda vive sin la crudeza de la concreción que tienen las cosas cuando todavía no han empezado a vivir en el tiempo. Entre los recuerdos distinguimos dos clases, los que se fijaron en la memoria y los que, además de fijarse en la memoria, conmovieron. Los primeros son de expresión general, los segundos son íntimos.”
Así de íntimas y conmovedoras nos resultan estas flores, congeladas en el recuerdo del lienzo, en el instante mismo en que comienza su decrepitud. No son flores vivas, alegres; son un ramillete de melancolía en una copa hoy famosa en otras manos, las de su compañero Gaya. Entrañable y sencilla, hermosa obra, disfrutémosla evocando a este gran murciano.

Loreto López