VALOR ABSOLUTO

CICUTA CON ALMÍBAR. Por Ana María Tomás.
Si prefieren la exégesis culta sobre la fugacidad de la vida o la afirmación de que cualquier tiempo pasado fue mejor, les recomiendo a Jorge Manrique: “Recuerde el alma dormida/ avive el seso y despierte/ contemplando/ cómo se pasa la vida/ cómo se viene la muerte […] cómo, a nuestro parecer,/ cualquier tiempo pasado/ fue mejor”. Si optamos por otra versión más… de andar por casa, tendríamos que buscarla en “El baúl de los recuerdos” de Karina, en donde “cualquier tiempo pasado nos parece mejor”.

Es como si los humanos estuviésemos condenados a añorar en todo momento el paraíso perdido, irrecuperable y, por tanto, propicio a idealizarse que constituye el tiempo pasado, sea el que sea, incluso ese presente inmediato que no se vive pero que tendrá un valor incalculable en el preciso momento en que se convierta en pasado. Lo cual no tiene mucha explicación que digamos. Puede entenderse que se considere a la juventud como la mejor etapa de la vida, y no porque las capacidades físicas e intelectuales estén en su apogeo, no porque sea una etapa buena, sino porque se es joven, así sin más, porque la juventud es un valor absoluto: quizá, porque de una manera inconsciente la consideramos la fase más lejana del fin natural de la vida. Cosa, por otra parte equivocada y mucho más en la actualidad, donde la mortandad de jóvenes, sobre todo en accidentes, ha disparado el importe de los seguros de vehículos hasta cifras desorbitadas.


CADA VEZ QUE ME ENFRENTO AL PAPEL EN BLANCO LO HAGO CON LA MISMA SENSACIÓN DE ESTAR HACIENDO UN STRIPTEASE EN UNA PLAZA DE TOROS


Uno de mis lemas favoritos a la hora de escribir es la famosa frase de Víctor Hugo: “Cuando os hablo de mí, estoy hablando de vosotros” aunque cuando lo lleve a la práctica lo haga (o al menos lo intente) como los románticos: sumergiéndome y buceando en el propio interior para poder llegar a los interiores de los demás. Cada vez que me enfrento al papel en blanco lo hago con la misma sensación de estar haciendo un
striptease en una plaza de toros. Entro a un mundo misterioso, inabarcable, desconociendo en qué abismos puedo partirme el alma…

Y acabo de darme cuenta de que hay cosas que se llevan en el alma y que afloran en cuanto te descuidas, y que la vida y su fugacidad, la juventud, el amor, el paso de los años y otra serie de cosas totalmente transcendentes nos pasan casi desapercibidas trescientos sesenta y cuatro días, pero hay uno de esos días en el cual, por mucho jolgorio, tarta, velas, regalos y alegría que le metamos, se te despierta el sentimiento de fragilidad del ser humano, la consciencia de reconocerte más sabia, más madura, pero también más vieja y más cercana a tu fecha de caducidad. Blas de Otero decía “que le quedaba la palabra”; a mí me gustaría poder decir que me queda el presente: palabra que nombramos rutinariamente desasiéndola de su significado real de obsequio, dádiva, legado. Y que cada hora de mi vida pudiera ser sentida como un regalo, a pesar de las heridas que puedan traerme, todas hieren, sólo la última mata (Omnes vulnerant, ultima necat), y, sobre todo, que el miedo a esa muerte no me impida disfrutar no solo del placer de escribir sino de ese otro placer que proporciona la conciencia del instante presente.


Ana María Tomás.

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