Salud en el antropoceno, por Trinidad Herrero
Según Naciones Unidas, el concepto de “Una sola salud” es el enfoque unificador para que se estudie de modo integral la salud humana, de los animales y de los ecosistemas. Desde esta perspectiva, el estudio de los metales y su relación con la salud es una batalla científica relativamente reciente, pero de gran interés y actividad.
Los metales pesados son elementos químicos naturales con una densidad cinco veces mayor que el agua, es decir, con pesos atómicos elevados, desde el del cobre (63,55) al del mercurio (200,59). Los metales pesados son componentes de la biosfera, pero que, al ser iones muy estables y no ser biodegradables, tienden a acumularse convirtiéndose en sustancias tóxicas en concentraciones elevadas. Por ello, estos elementos químicos con propiedades metálicas, más que denominarse pesados, podrían también denominarse como “metales tóxicos”.
Los metales pesados son ubicuos: los hay en el agua, en el suelo, en el aire y en la atmósfera. Aunque, para el ser humano, algunos de estos elementos (arsénico, cadmio, cobalto, cromo, estaño, manganeso, mercurio, níquel, plomo o talio) son venenosos per se, otros metales pesados, como el cobre, hierro, molibdeno o zinc, son imprescindibles para los seres vivos. Por ejemplo, del 30 a 40% de todas las proteínas son metaloproteínas, siendo el hierro y el zinc dos de los metales imprescindibles en sus funciones. Los metales se precisan para reacciones bioquímicas y enzimáticas, desde transportar el oxígeno en la sangre hasta la comunicación neuronal. Sin embargo, solo los necesitamos en concentraciones bajas. En demasía, aumentan incontroladamente la producción de radicales libres, excediendo la capacidad del organismo para neutralizarlos. El equilibrio es esencial.
La actividad antropocéntrica ha aumentado la peligrosidad de los metales pesados, ya que, desde hace unos 300.000 años, el ser humano los ha utilizado e incorporado a la vida cotidiana como utensilios y materiales de uso generalizado. Así, médicos egipcios, griegos y romanos ya describieron envenenamientos por diversos metales. De hecho, la acumulación de metales pesados provoca intoxicación grave, como el llamativo saturnismo (envenenamiento por plomo) o el hidrargirismo, por cuya intoxicación crónica sufrió Isaac Newton cambiando su conducta y que, estudios que probaron su toxicidad determinaron que, por ley, se prohíbe la utilización de los tradicionales termómetros profesionales y caseros que emplean mercurio.
Adicionalmente, en los dos últimos siglos, la actividad industrial y tecnológica ha aumentado considerablemente la presencia de metales, de modo que el aire, el agua de superficie, el agua subterránea (y las aguas residuales no tratadas) los acumulan, afectando al ser humano, a los animales y a las plantas. Esta contaminación deletérea e invisible convive con nosotros y, de forma subliminal, ataca a todos los tejidos orgánicos. Y es que, más allá del envenenamiento, los metales pesados, directa o indirectamente, modifican el material genético, están en la génesis de diversos tipos de cáncer, provocan alteraciones cardiovasculares, endocrinológicas, neurológicas o renales, trastornos del desarrollo durante el crecimiento intrauterino antes de nacer y, de forma silenciosa, perpetúan el aumento de patologías crónicas. Así, la alerta por las consecuencias del cambio climático no solo está creando nuevos desafíos de salud pública, también inspira las líneas de investigación en las ciencias de la vida para mejorar los métodos de su trazabilidad en los alimentos, en el agua o en el aire y las consecuencias de su presencia, ubicación y concentraciones.
En el Antropoceno, como consecuencia de la contaminación ambiental por actividades humanas incontroladas, la omnipresencia de los metales en forma de residuos en el aire o en las plantas, animales terrestres y marinos que nos sirven de alimento, provoca que los humanos nos intoxiquemos lentamente. Es una intoxicación silente, sin exageradas manifestaciones clínicas, que no desencadena reacciones masivas semejantes a la producida por la pandemia del coronavirus, pero que debería ser estudiada en mayor profundidad. La metalómica ha sido incorporada a otras “ómicas” como la genómica, la proteómica o la metabolómica. La metalómica es la disciplina que analiza las consecuencias que tienen en la salud la presencia, ausencia o exceso de biometales, habiendo surgido subespecialidades: la metalotranscriptómica, que define el efecto de metales en la transcripción y síntesis de proteínas, o la metalointeractómica, que analiza su posible toxicidad en relación a nuevas estrategias terapéuticas.