Cartas desde Tombuctú, por Antonio V. Frey Sánchez.
Querida Elena,
La condición humana, ésa que enriquece nuestra fragilidad, nos hace querer volver una y otra vez al sitio donde una vez fuimos felices, aunque esa felicidad tenga su origen y se pueda manifestar en las más insólitas situaciones, y resulte, en más de una ocasión, fuente de desconcierto. Porque ese sitio, amiga mía, puede ser un lugar en la geografía, pero, también, un estado de ánimo.
Te cuento esto porque hace pocos días tuve ocasión de volver a merodear por un inspirador lugar por donde anduve hace un año. Se trata del Gor Gneifida; un pintoresco paraje situado en las estribaciones de la Hamada, en la cabecera de la Saquia El Hamra, allí donde se juntan los desiertos de nuestra antigua provincia del Sahara, de Marruecos y de Argelia. Es un hermoso lugar, que no es desierto en sí, sino un anticipo que se deja intuir en las amplias llanuras cuajadas de acacias que le dan una apariencia casi de sabana. Se añade a eso que al fondo se distinguen algunos tells que le confieren ese evocador paisaje africano más propio de los libros de Karen Blixen que del desierto norteafricano. No te engaño si te digo que, en vez de divisar en la lejanía a alguna pequeña manada de camellos, estaba esperando vislumbrar algún rebaño de gacelas u otros animales más inverosímiles en estas latitudes.
Como ocurre en otras partes del desierto por donde habitualmente no discurre el hombre, si hay algo que me enseñó la vuelta a esa estepa, que discretamente tanta vida encierra, es su hipnótica inmutabilidad. Allí el tiempo parece detenido y, si no es por la propia conciencia de su transcurrir, el exceso de serenidad absorbe al visitante y lo hace parte de él. Quizá ello es lo que preserva al pasado en unas condiciones realmente notables. El enemigo, si es que existe algún enemigo en tan inmaculado pedazo de tierra, es la erosión con que el viento desgasta rocas y piedras. Y, si acaso, el sol que pugna con sus rayos purificadores para eliminar lo que no es capaz de soportar el discurrir de los eones, dejando huesos o troncos retorcidos como el único y perturbador testimonio entre tanta soledad.
En ese rincón del mundo, el dulce silencio de lo impasible se hace aún más bello cuando deambulo entre los abrigos rocosos y contemplo, por primera vez en miles de años, las pinturas prehistóricas que testimonian fauna, cacerías, prole o fenómenos astronómicos. Se añade, además que aquellas planicies son especialmente abundantes en industria lítica y túmulos funerarios que nos prueban una época –más húmeda y, por tanto, más rica en fauna y vegetación- de gran trasiego. En ese ir y venir, algunos de aquellos habitantes de hace miles de años abandonaron cerámicas rotas y utensilios de su uso cotidiano; utensilios, en fin, como la bella hoz dentada que hallé mientras caminaba por aquel llano, y que demuestra que hace mucho tiempo se cultivaba el cereal por aquellas tierras y el hombre vivía no sólo de la caza, sino del fruto de su trabajo.
Encontrar aquel artefacto, mi querida Elena, fue la más emocionante prueba de una profunda transformación; testimonio de un tiempo más bullicioso contrapuesto al actual impávido edén en el que disfruto pasear, perderme y convertirme en parte de él, junto a sus lascas y pinturas, con la íntima esperanza de ser eterno en la memoria, principalmente en la tuya.
Antonio