Como una alegoría
Por Leandro Madrid S.
Primera parte
La noche era cálida y serena. Pedro, el viejo pescador, dormía plácidamente. En su rostro apenas se dibujaba una media sonrisa indicadora de una paz interior ganada en larga lucha con la vida y de un profundo y reparador sueño. Nada parecía indicar que pudiera ocurrir algo en el entorno. La quietud era la nota dominante en esa hora ya avanzada, silenciosa y oscura.
Pedro vivía solo en la vieja casa junto a la playa, en aquel pueblo blanco, tranquilo, donde el vivir cotidiano se repetía monótonamente cada jornada. En las calurosas noches veraniegas le gustaba sentarse en una mecedora, mirando al mar, hasta que era noche cerrada. Soñaba despierto. En aquella ocasión, sin apenas darse cuenta, fue invadido por el sueño y en su mente la fantasía imaginada se hizo realidad en ese instante de horas cuando el espíritu, libre del lastre material de la vida, es invadido por el tiempo y por el espacio con eterna libertad.
Una gran inquietud fue dominándole. Sintió que era observado, que no estaba solo. Sin embargo, no oyó ningún ruido salvo el leve acariciar de las olas sobre la arena de la playa. Nada indicaba la proximidad de alguien.
Una voz, suave melodía acariciadora, le llegó en forma de brisa marina:
– Pescador, viejo pescador.
– ¿Quién me llama? ¿Quién eres?
– Oh, Pedro, no hagas preguntas. Solo quiero conversar contigo mientras espero.
– ¿Esperar? No comprendo. No son horas de esperar y menos aún en esta parte del pueblo. Aquí no viene nadie a compartir el lujo de mi soledad.
– No te inquietes. Tu soledad es respetada y más si esa soledad está en ti. Mi presencia no es motivo de compañía, sino todo lo contrario.
– No entiendo lo que me expresas. Lo encuentro enigmático.
– Pronto lo comprenderás, no pienses en ello.
El viejo pescador escudriñaba la oscuridad. La voz parecía venir de cualquier parte de la playa. Sin embargo, no lograba distinguir el lugar ni la persona que le hablaba. A pesar de ello, estaba tranquilo. Su edad y su experiencia le habían enseñado a no precipitarse al actuar. La prudencia era su mejor virtud. Esperó callado, en medio de ese silencio y sus presagios.
Recordó el pasado, sus años de trabajo y lucha para situarse y poder ofrecer a María algo seguro para compartir, para empezar juntos una nueva vida: su hogar desahogado y cómodo, donde reinase el amor y la alegría de vivir. Recordó sus años de felicidad, alimento para el recuerdo que seguía vivo y era el plato fuerte de sus emociones. Recordó la emoción que embargaba su ánimo cuando, al acercarse a la costa tras las faenas de pesca, siendo entonces el patrón del querido barco, divisaba a su amada en lo alto del rocoso promontorio próximo a su casa. Recordó sus ansias de llegar y poder abrazarla fuertemente con insaciable deseo de permanente unión.
– Pedro, no pienses en ello— le sorprendió de nuevo. Había olvidado que alguien estaba cerca, que le había estado hablando y que de nuevo lo hacía.
– Pero, ¡cómo! ¿Qué sabes tú?
– Lo sé todo. Nada de tu vida se me esconde. También conozco tus pensamientos.
– Eso no es posible. Además, tu voz es joven. Tendrías que tener muchos años para conocer mi vida.
– Y los tengo, Pedro. Soy tan vieja como el tiempo y joven como un recién nacido. Acertarás si piensas que no tengo edad.
– Me confundes, te burlas de mí. Estás divirtiéndote a mi costa. Sal de tu escondite. Quiero verte, saber quién eres.
– Ahora eres tú quien me sorprende. No estoy escondida. Me tienes junto a ti y me conoces desde siempre. Cuando eras niño llorabas al despertar si únicamente yo estaba a tu lado. Puedes verme desde lo más profundo de tu intimidad como solo los seres sensibles pueden hacerlo, aquellos cuyo espíritu han alcanzado un estado de paz y serenidad, como el espíritu que enriquece tu ánimo y que ya no te abandonará.
Pedro iba sintiéndose embargado por una nueva sensación. Las palabras de aquella extraña criatura llegaban amalgamadas con el rocío y el rumor de las olas. De repente, como una aparición, la distinguió sin verla. Era como un aleteo de transparentes mariposas. No tenía forma y parecía mujer. Se deslizaba sin dejar huella y sus pasos parecían oírse tenues y crujientes como el caer de las hojas en otoño. La mirada se detenía en ella y se perdía en el infinito. Su color era indescriptible, como un arcoíris diluido en su seno. Era como un suspiro, como una lágrima difuminada en el etéreo vacío de la nada.
La comprendió. Comprendió su eterno vagar esperando al amado que se perdía en el éxtasis de un instante de encuentro. Pedro, acongojado, observó como una tenue claridad se iba abriendo camino en la bruma del horizonte marino.
– Querido Pedro, me siento casi feliz— dijo con voz íntimamente amistosa—. Tu corazón me ha comprendido como solo comprenden los corazones que se aman. Ahora tengo que dejarte, pero procuraré volver cuantas veces pueda para continuar nuestro diálogo. Así, tu espera será más corta, pues hablaremos de María, de mis ratos con ella esperando tu regreso, cuando teníamos la vista perdida en los mil y un caminos posibles por los que mar te traería de nuevo.
La claridad aumentaba formando una aureola en el horizonte con esa falsa imagen de continuidad, espejismo del infinito. La acerada superficie marina se movía en rápidos destellos plateados. De nuevo, se había hecho el silencio, la quietud total. El cielo recobraba poco a poco su azulado color, como un reflejo del mar que tantas veces salía cuando se mostraba acariciador y fácilmente dominable. Las estrellas dejaban que otra luz más poderosa las anulase.