Como una alegoría
Por Leandro Madrid S.
Tercera parte
La llegada se hizo fiesta. Familiares, amigos y compañeros: todo el pueblo les esperaba. Pedro era abrazado, le felicitaban. Todo eran sonrisas y parabienes. Pero María no estaba entre aquellas gentes. Él respondía mecánicamente sin saber lo que decía. La buscaba por todas partes. Su mirada recorría todos los grupos, pero no preguntaba a nadie.
La calle que conducía a su casa estaba desierta. Se sintió angustiado. María no había venido. Tuvo un trágico presentimiento. Recordó la visión fugaz del promontorio en medio de la tormenta. Corrió lo más veloz que pudo hacia aquel lugar. No recordaba el tiempo que tardó y, aunque debió ser poco, para él fueron unas horas más angustiosas que durante la tormenta. La presintió sin verla. Estaba allí, caída, como una muñeca informe sobre las rocas. El corazón le latió desacompasado al acercarse. Ella estaba mirando y le sonreía.
Pedro, encanecido de dolor y con la mirada perdida en la nada, abrazaba el cuerpo ya frío de María.
No pudo hablarle, pero sí acariciar sus manos suavemente sentándose a su lado. En apenas un susurro, María movió los labios:
-Pedro, estás vivo— y una sonrisa de eterna felicidad iluminó su rostro, mientras un último aliento abandonaba su destrozado cuerpo.
Horas después, sus amigos les encontraron cuando iban llegando en festiva algarabía. Deseaban celebrar juntos la feliz arribada. Pedro, encanecido de dolor y con la mirada perdida en la nada, abrazaba el cuerpo ya frío de María, como si fuesen un solo ser y queriendo marchar con ella. El silencio paralizó la escena.
Cuarta parte
¡Recuerdos! Dolorosos recuerdos. ¿Por qué volver a entristecer mis últimos días?
Su vista se detuvo en la difuminada figura o, al menos, así le pareció a él, que junto a la tranquila orilla parecía diluirse en la suave claridad. Aumentaba lentamente y le devolvía la mirada con una sonrisa melancólica y tranquilizadora mientras extendía sus brazos, envueltos en tenues y transparentes vestiduras, a la vez que marchaba hasta el punto de luz que la iba envolviendo.
El horizonte enrojecía y matizaba la neblina marina con reflejos anaranjados y la superficie del mar parecía querer encenderse con fugaces rescoldos de brasas incandescentes. Quedó como hipnotizado. Era una fuerza superior a la que no podía oponerse. Pedro dirigía la mirada perdida hacia los infinitos puntos de aquella línea imaginaria. Apareció un resplandor de acero, luminaria indefinible, aparente figura informe de lento pero firme avance, con un deslizarse majestuoso de natural superioridad. Se dirigía hacia el ser que lo esperaba tembloroso con incontenible ansiedad para llegar, al fin, a ese inmaterial espacio de claridad, ineludible anuncio de alborada.
El horizonte enrojecía y matizaba la neblina marina con reflejos anaranjados y la superficie del mar parecía querer encenderse.
El horizonte se confunde con su rojo fulgor, haciendo que la luz fuera ganando espacio poco a poco entre las tinieblas de la oscuridad. El lento acercarse de aquel nuevo ser hacía aumentar la claridad y, al mismo tiempo, Pedro dudaba de que se tratase de seres reales, pues, a la vez que se disipaba la niebla, se iban extinguiendo en su inmaterialidad los espectros de luz y de oscuridad. En el instante en que parecían desaparecer, los espejismos se fundían en un íntimo abrazo y desprendían intensos destellos luminosos.
Quinta parte
Pedro sintió un repentino dolor, como si un afilado dardo le hubiera penetrado en su más íntima esencia. Despertó sobresaltado, mirando con asombro a su alrededor, extrañado de estar en aquel lugar. El primer rayo de sol le llegaba con plenitud. El disco solar, material de fuego y vida, empezaba a asomar en el horizonte y enrojecía la espuma marina.
-¡Oh!— exclamó aliviado—, me había quedado dormido.
Todo había sido un sueño.