PINCELADAS. Por Zacarías Cerezo.
Dicen que el hombre empezó a dominar el mundo cuando puso nombre a las cosas que le rodeaban: “El hombre puso nombre a todo ganado y a las aves del cielo y a toda bestia del campo” (Génesis 2:20). Nombrar las cosas es hacerlas nuestras o, al menos, empezar a comprenderlas.
Cuando salgo al monte y compruebo que conozco los nombres de los árboles que veo, las plantas, los insectos o los pájaros, me siento parte del paisaje, tengo sensación de pertenencia. Por el contrario, experimento incomodidad ante el desconocimiento, me siento un intruso en el lugar y la desazón me impide gozar plenamente de la belleza de una planta si no puedo nombrarla. No hablo de conocimientos profundos de botánica, entomología u ornitología, sino de una extraña necesidad de saber qué cosas me rodean y cómo se llaman; tan importante me parece como saber dónde está el norte en cada momento para estar orientado. Así es que, hago míos los versos de Juan Ramón Jiménez:
¡Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas!
…Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente.
Que por mí vayan todos
los que no las conocen, a las cosas;
que por mí vayan todos los que ya las olvidan, a las cosas;
que por mí vayan todos
los mismos que las aman, a las cosas…
¡Inteligencia, dame
el nombre exacto; y tuyo,
y suyo, y mío, de las cosas!
La acuarela representa al llamado falso azafrán (crocus nudiflorus), bellísima flor que tiene diversos nombres locales, a cuál más curioso. La descubrí hace muchos años en los montes de León y un paisano me dijo que por aquellos lares la llaman quitameriendas y espachapastores. Y qué elocuentes son los nombres que, en este caso, nos dicen que estas plantas surgen, precisamente, cuando los días se acortan, la cena se adelanta y, por tanto, se prescinde de la merienda; coincidiendo también con el final del verano, cuando los pastores de la trashumancia abandonan la zona y regresan con sus ganados al lugar de origen.