SALUD EN EL ANTROPOCENO. Por María Trinidad Herrero Ezquerro.
Del latín “sinceritas”, sinceridad significa sencillez y veracidad, un comportamiento libre de fingimiento. Una forma de sinceridad son los piropos (no ofensivos) dirigidos hacia una persona. Son mensajes ultracortos y positivos que, en forma de halago, tienen en sí mismos grandes dosis de creatividad.
En nuestra tierra estamos acostumbrados a que solo piropeen los varones. La sorpresa es cuando, en la calle, esas expresiones espontáneas las emiten todo tipo de personas: hombres y mujeres, de todas las edades y de toda condición, desde viandantes, gente en bicicleta o incluso los mendigos de ambos sexos. Alaban principalmente la ropa, el calzado, el peinado o la forma de caminar. No es extraño escucharlos de forma repetitiva en calles, parques y avenidas. Por supuesto, son mensajes simpáticos, sin contenido sexual o vejatorio, más bien de admiración. Y la respuesta debe ser breve en forma de sonrisa cómplice o de gesto de avenencia, de modo que cada cual sigue su camino sin mirar atrás. Lejos de ser un insulto, estas lisonjas gratuitas y cordiales alegran el día recuperando la confianza en la capacidad empática del ser humano, más allá de clases sociales o de niveles de educación.
Diferente cuestión es el sincericidio, cuyo efecto es antagónico al piropo. Pareciera que en nuestro mundo de adultos existen sincericidas profesionales que, en aras de la sinceridad, con sus opiniones razonadas y pretendidamente honestas, no calculan el efecto negativo en los oyentes.
Como dijera Aristóteles, “el sabio no dice todo lo que piensa, pero piensa todo lo que dice”
Los sincericidas carecen de la capacidad empática que se aprende en la primera infancia. Los niños y niñas, menores de cuatro o cinco años, se caracterizan por la espontaneidad al carecer del filtro de lo socialmente correcto. Su cerebro todavía no ha madurado para entender que ciertos comentarios pueden herir al prójimo. Todavía no han desarrollado habilidades sociales complejas para entender el poder negativo que una palabra o un gesto tienen en la sensibilidad del otro. Sin embargo, desde el nacimiento (o quizá ya en el útero materno) bien de forma connatural o por imitación, cada individuo activa las neuronas y los circuitos de la empatía para percibir las respuestas emocionales de los demás. Ponerse en la piel o en los zapatos de los otros. Y con la observación de gestos, con lenguaje no verbal, se capta cómo se encuentra la otra persona y el efecto que podría tener un comentario. Esas normas sociales se van grabando en las áreas que tenemos detrás de la frente, justo encima de las cavidades orbitarias y nos hacen más sabios. Porque como dijera Aristóteles, “el sabio no dice todo lo que piensa, pero piensa todo lo que dice”.
Los sincericidas pueden ser gente estupenda, pero carecen de tacto cuando, por ejemplo, justo antes de una comparecencia importante nos comentan: “Nerviosa ¿verdad? Ya se te nota en la cara que no has dormido bien”, “Ah… y ten cuidado qué llevas el dobladillo descosido por detrás”. Todo lo que dicen los sincericidas se ajusta claramente a la verdad, pero te acuerdas de todos sus antepasados, que en Gloria estén. La pena es que nadie les haya enseñado más empatía. Los sincericidas no son sinceros, son abusadores de la sinceridad.
Lo ideal en la comunicación social exitosa es utilizar la palabra justa, a la persona adecuada y en el momento más conveniente. Se trata no solo de saber lo que se quiere decir para que sea útil al receptor o receptores del mensaje, si no ser capaz de inhibirse y callar lo que no sea útil y lo que pueda ser inútilmente hiriente o pueda suponer un descalabro en la confianza racional y emocional del prójimo en ese preciso instante. Por tanto, a nuestro alrededor queremos gente sincera y empática. Sincericidas, los justos, y solo en precisas coyunturas pertinentes. Mientras tanto, que pierdan presión y, sin hervir, se transformen en vapor de agua y, evaporados, se alejen ligeros con el viento.