CONTRA CASI TODO. Por José Antonio Martínez Abarca.
Estando en la cola de espera de una comisaría de policía de Murcia, vi acercarse a un hombre muy alto, delgado, rosado, barbado de blanco como el sir Richard Harris de la película «El prado», donde éste hace de pequeño propietario irlandés dispuesto a lo que sea para que no le arrebaten sus tierras. Calzaba unos pantalones tobilleros que dejaban descubrir unos botines negros que en algún momento pudieron rozar la elegancia. Un abrigo de entretiempo, si es que tal cosa es posible, de color piedra y algo arrugado en su parte inferior, signo de una noche regular, y una enorme mochila a la espalda, impropia para quien no fuese un alpinista o un surfero muy joven. No cabía duda: era un vagabundo, aunque no hay que sacar de ello que también fuese un mendigo.
Aquel hombre imponía. Ni miedo ni lástima, nada de eso. Imponía buena crianza en momentos no cortos de toda una vida, mucho más que suficientes, y hasta una especie de rara majestad.
-Buenas tardes, señor -dijo el hombre alto y barbado a un agente de la policía nacional.
-Dígame…
-Verá… Siguió en un castellano de otro tiempo y de origen geográfico ilocalizable, aunque desde luego de dentro de la península. No me refiero a un castellano que ahora llaman «neutro». Lo de neutro es algo de laboratorio, irreal, el esperanto del castellano, que sirve para doblar películas a lo que no es exactamente castellano, sino un fantasmal español se supone que comprensible por todos pero que no se habla más que dentro de alguna máquina, como las del tabaco. Si es que no han enmudecido las máquinas del tabaco. -Verá, soy alguien que vengo de muy lejos… Y señaló con un brazo sobre el que se hubiese podido posar cien pájaros a la vez más y más lejos todavía, tal vez a aquel silencio frío de los espacios exteriores del que hablaba Pascal. He pasado la noche en un banco, acostado en un banco, cerca de aquí. Vinieron unos señores -siguió- y me hicieron un examen médico. Me dijeron que estaba bien de salud; que lo único que ocurría es que estaba viejo. Supongo que porque en efecto soy viejo y me siento viejo.
No cabía duda: era un vagabundo, aunque no hay que sacar de ello que también fuese un mendigo
Llegaría aquel hombre, aproximadamente, a la mitad cumplida de su decenio de los setenta. Parecía por lo menos haber dormido todo ese tiempo en distintos bancos, distintas ciudades, distintos mundos, o quizás mucho más tiempo aún.
-¿Bien, y qué es lo que desea aquí? ¿Quiere denunciar algún robo o agresión? -dijo el policía.
-No, no, nada relativo a eso. Me dijeron que me dirigiera a una comisaría, que tal vez podrían decirme qué hacer, y este es el motivo de que le moleste a usted. Aquellos señores que me examinaron anoche cuando dormía en el banco me preguntaron por qué no me iba a mi casa. No tengo casa, les respondí. Y cómo ha llegado usted aquí, me preguntaron otra vez. Se sorprendieron mucho. Me debieron ver muy viejo. Supongo que porque en efecto soy viejo y me siento también viejo.
-Mire, en esta comisaría no podemos hacer nada por usted. ¿Qué quiere usted, comer o dormir en algún sitio?
-Si no es molestia, sí me gustaría poder comer. También dormir un rato. Vengo andando de muy lejos, de muy lejos, soy gran andador. Soy viejo pero créame, gran andador, lo he sido desde siempre (pensé: desde antes de siempre). Señalaba a sus botines, que podrían perfectamente haber pertenecido a un jinete austrohúngaro en uniforme de paseo o de gala, es decir, sin caballo. A un jinete de aquellos cuyos arreos de cuero se pudrieron bajo la tierra húmeda hace más de un siglo.
El gran andador. Sus largas piernas parecían recién venidas de circunvalar rápidamente y varias veces el planeta. Parecía no haber parado ni un instante. De hecho, lo extraño es que la noche anterior hubiesen estado tendidas y en relativa paz en un banco. No estaba enfermo. Sólo se sentía viejo, cuando había dado varias vueltas al planeta por fin se había acercado a una comisaría cualquiera del sureste español para preguntar con un castellano que no ha sido pronunciado tan perfecto, un castellano majestuoso venido de la imposibilidad.
El hombre, o lo que parecía un hombre, el gran andador, quería reponer algo de las fuerzas que no le faltaban para continuar, continuar, viniendo desde la nada, hacia otra nada quién sabe si más lejana aún que la anterior.