CONTRA CASI TODO. Por José Antonio Martínez Abarca.
De niño, recuerdo había muchos y conocidos vendedores ambulantes de cosas que nos parecían fabulosas a los críos. Tiraban a pie, día y noche, de carretas desvencijadas que exponían sus pequeños artículos sin fecha de caducidad. Eran vendedores octogenarios con gorra a la inglesa, muy años veinte y treinta, en forma de «pancake», que no se quitaban ni para dormir, y vestían unos trajes de luto que tenían esa practicidad y civismo de las gentes de antes: si durante su horario laboral les daba un jamacuco, ya iban vestidos apropiadamente para ir a un funeral, el suyo.
La gente de antes siempre debía andar por la vida preparada para, en cualquier momento, poder presentarse en un funeral. Aquellos vendedores ambulantes tenían la carreta dividida en pequeños cubículos de madera, como hechos de marquetería, de modo que parecían cargar con de uno de esos armarios o «gabinetes de curiosidades» que tanto gustaban a los científicos del siglo XIX. En lugar de piedras raras o especímenes conservados en formol cargaban con sobres sorpresa, canicas cocidas en barro, bolsitas de coco rallado, mejor cuanto más añejo y reseco estuviera (al mascarlo destilaba un deliciso y concentrado aceite), o chicles ignotos, pero fascinantes, que habían dado al menos dos vueltas al mundo antes de llegar a aquel expositor de provincias. Eso era antes de que se inventara la salud del consumidor, los códigos de barras, el control del origen e ingredientes y esas tonterías.
La gente de antes siempre debía andar por la vida preparada para, en cualquier momento, poder presentarse en un funeral
Si nos encantaban aquellos vendedores ambulantes era porque nadie sabía de dónde salían y qué llevaban, y la autoridad les dejaba aliviar su pobreza de viejos sin pensión sin molestarles demasiado. A los niños nos parecían, aquellos ancianos con aspecto de sarmientos cortados desde tiempo inmemorial, seres fabulosos, extraños y bastante inexpresivos provenientes de épocas desaparecidas, que nos ofrecían los restos del naufragio que aún habían podido salvarse… Y algo había realmente de aquello. Siempre tuve la impresión, aún hoy la tengo, de que mucho de lo que transportaban, como quincalleros de las chuches, era anterior a la Guerra Civil y desde entonces iba dando tumbos por ahí, cosas a las que nadie había dado valor y por eso habían sobrevivido a la rapiña de las necesidades básicas y al estraperlo, quizás provenientes de algún almacén o fábrica bombardeada… Es la misma impresión que me daba el antiquísimo gran kiosko redondo que había junto al paseo de la entonces pesquera Torrevieja, largo tiempo desaparecido ya, cuando sacaban cosas inusitadas de los polvorientos expositores de cristal más bajos que a los niños nos parecía que habían estado ahí siempre, que habían ido allí a parar una noche sin que nadie supiese cómo y nadie había reparado en ello, porque al fin y al cabo eran para críos. Probablemente ocurriera algo de eso.

De todos aquellos vendedores ambulantes que trazaron de lado a lado mi infancia hay uno que desde entonces me resultó particularmente misterioso. Era muy viejo, lo único que lo diferenciaba de un poste, siempre en el mismo lugar, era que desprendía humo constantemente y lo llamábamos «el psta, psta», porque era así como pronunciaba, con aquella economía expresiva tan de entonces, las palabras «una peseta». Todo en su carreta valía a peseta, da igual lo que fuese. Creo que tenía cosas mucho más caras en realidad, pero el anciano las redujo a una cantidad que él podía entender, con la que podía manejarse. Aquel hombre sostenía el precio de la moneda. La peseta como metro de platino iridiado que medía, exactamente, todas las pequeñas maravillas que empezábamos a encontrar en el mundo. Caramelos perfectamente conservados en azúcar, que un día se hicieron para las bocas de niños que no los llegarían a probar porque desaparecieron prematuramente con la «fiebre española» de 2018. Peonzas de madera con aquella especie de largas cordoneras para, con un movimiento de látigo, hacerlas girar en la dirección contraria a la rotación de la Tierra, haciendo volver atrás el tiempo. Pequeños y toscos animalitos de gutapercha o yeso que, precisamente por su pueril artesanía, dejaban todo a la imaginación…
Un día aquel anciano misterioso ya no estuvo, ni al día siguiente, y no hubo más. La peseta, el metro de platino iridiado que medía el valor sentimental de todas las cosas que descubrimos, también se fue, mucho más tarde. Hoy quieres soñar y en cuanto lees «golosina vegana» con el sello de la Unión Europea se te quita todo el sueño de golpe.
