HISTORIAS DE UN SOLTERO DESENCANTADO. Por José Antonio Martínez-Abarca.
No creo tener enemigos. La frase podría figurar en mi lápida, no para presumir sino como signo de insignificancia terrenal. Lo digo con cierto pesar. Un hombre sin enemigos algo realmente mal ha tenido que hacer en su vida para carecer de ellos, algo muy sórdido y pobre. Se lo ha montado fatal. Como en el chiste: «Hijo mío, si dijeron hasta de Jesucristo, ¿no van a decir de nosotros?». No es ya que alguien tan bueno como Jesucristo tuviese enemigos que hablasen mal de él. Es que casi no tenía de otra clase de gente, en su breve vida encarnada en hombre. Los mejores hombres suelen tener muchísimos enemigos, y cuantos más enemigos se tengan, en mi opinión, es síntoma de que uno ha tenido una vida plena y fructífera. En definitiva, lograda. ¿Hay alguien que haya tenido más enemigos que la madre Teresa de Calcuta, que el Papa Juan Pablo II, que el mayordomo de la mansión Playboy, por nombrar sólo a algunos notorios bienhechores? Han tenido de enemigos a todos los mediocres del mundo, los que odian el bien, que como vuelan ocultan el sol.
UN HOMBRE SIN ENEMIGOS ALGO REALMENTE MAL HA TENIDO QUE HACER EN SU VIDA PARA CARECER DE ELLOS, ALGO MUY SÓRDIDO Y POBRE
Naturalmente, tuve enemigos personales en los buenos tiempos, no pocos y algunos de ellos poderosos. Ministros, directores de bancos. Los he ido perdiendo a todos. Ya no me quedan enemigos, que es algo peor que esos viejos que, un día, leen la última esquela del periódico y exclaman: «Ya no me quedan amigos, de los amigos que éramos, solo quedo yo». No me he preocupado mucho por la falta de amigos que, como la salud, van y vienen y lo importante como se sabe es disfrutar de buen dinero. Me he preocupado más por la ausencia de enemigos. A mí no me quedan ya enemigos porque a los enemigos hay que poder permitírselos. No quiero decir que se me hayan muerto los enemigos. Se me ha muerto casi toda la gente que yo más quería pero que yo sepa todos mis antiguos grandes enemigos aún viven. Sólo que ya no se molestan en ser mis enemigos, porque no represento nada para ellos. El odio hay que trabajarlo todos los días, y durante años sé que alguna gente me dedicó sus energías. Tener enemigos hasta la muerte y más allá de ella es un timbre de gloria para cualquiera. Pero poder tener enemigos es una cosa que sale bastante cara, social y económicamente, como disponer de honor. No está al alcance de mi actual falta de posibilidades. Ni el honor ni los enemigos.
-Como siempre, querido, exageras tanto las cosas que rozas el surrealismo. Amplías, como si dijéramos, tanto el tamaño del pez que parece que siempre hayas pescado una ballena. ¿Cómo no vas a tener enemigos, precisamente tú? Anda ya. Ni aunque te lo propusieras. Con lo sieso que eres, tu falta de encanto personal, lo desagradable que resultas a veces y lo que te divierte serlo, lo progresivamente intolerante que te has vuelto, lo poco que saludas por la calle, lo nada adaptable que resultas a nada que no te guste, lo pedantesco cuando alguien toca alguno de tus temas, tu maldito humor inglés que aquí entenderán tres o cuatro raros y catedráticos, por no hablar de toda esa gente a la que has retirado el saludo cuando presumen de pedir vino tinto en los restaurantes japoneses?
-Gracias, querida. Creo que te has dejado alguna cosa y no es cuestión de que el equívoco quede entre nosotros. Lo de vino tinto en un japonés reconocerás que justifica cualquier medida punitiva. Se te ha olvidado añadir que he descuidado el deporte, en invierno visto como un enterrador, tal vez porque soy un enterrador, jamás he tenido interés en poner citas de crecimiento personal en facebook y que mis ex círculos de postureo me han dejado de invitar a los yates.
-Querido, he olvidado a propósito bastantes más cosas que las que nombras. No quiero abrumarte, pero pocas veces en mi vida he conocido a alguien que merezca más caer mal que tú. Yo también te quiero, ya lo sabes.
EL ODIO HAY QUE TRABAJARLO TODOS LOS DÍAS, Y DURANTE AÑOS SÉ QUE ALGUNA GENTE ME DEDICÓ SUS ENERGÍAS
-Confundes, amiga mía, caer mal, que por supuesto caigo abundantemente, con tener enemigos. Caer mal es algo gratis, algo de paso, sin importancia, pero un enemigo de verdad es una cosa muy seria. Habrás oído alguna vez la frase: «Qué sería de nosotros sin nuestros enemigos». Pues aquí lo tienes: mira en lo que me he convertido cuando me he quedado sin enemigos. Ecce homo.
Es cierto que uno ha dejado algunas bonitas leyendas urbanas que han epatado a los burgueses, casi todas tan ciertas que, desde luego, han ido «mejorando» tanto al repetirlas que ya no tienen nada que ver con lo que realmente pasó. Las anécdotas escandalosas que de verdad ocurrieron han sido tan repetidas por la memoria que esta ha acabado por volverlas irreconocibles. Sólo hay que fiarse de los escándalos que no han sido contados nunca y de los que uno nunca se acuerda. Son los únicos que pasaron tal y como no nos acordamos.
Pero, de todos modos, dejar algunas leyendas urbanas, ciertas o no, exageradas o no, no equivale a dejar enemigos. Hasta puede que aquellos que lo fueron un día cuenten nuestros duelos con cierta simpatía y nostalgia. Qué horror, que nos recuerden con nostalgia: ya lo próximo es la piedad. Yo recuerdo con todo respeto a mis enemigos. Aquellos que se recorrían los grandes salones desde la otra punta para venir a abrazarme con más fuerza.