CICUTA CON ALMÍBAR. Por Ana María Tomás.
Pues no. No es dilema, en realidad, es una trampa. Me refiero a responder con sinceridad o con diplomacia ante las preguntas por los temas más peregrinos: ¿Te gusta cómo me ha salido la comida? ¿Cómo me ves con este vestido? ¿He acertado en el regalo? Y… ¿qué ocurre cuando lo que nos viene a la boca no es precisamente lo que sabemos que está esperando el interlocutor? Pues que no se puede responder, así como así, con la verdad. Porque la sinceridad no es más que un despliegue de mal gusto. Así, como suena. Y, en consecuencia, la hipocresía es una demostración de buena educación.
Nos empeñamos en que los demás nos den su opinión, y encima “sincera”, de lo que piensan con respecto a asuntos que nos afectan directamente y, además, pretendemos que esa respuesta nos sea favorable. Con lo cual, si la persona de quien reclamamos esa sinceridad es nuestro amigo y comete la estupidez de ser sincero y, para colmo, esa franqueza nos viene como una patada en el estómago, el amigo o deja de ser visto ante nuestros ojos como tal, o nos hunde en el más profundo pozo de la decepción al mirarnos a nosotros mismos con los ojos del julai.
Lo que se considera refinada diplomacia, no es más que una herramienta para sobrevivir en un mundo engreído y estúpido que no perdona un alarde de sinceridad
No quiero con esto hacer, ni mucho menos, apología de la hipocresía, ni pretendo que nadie desconfíe de nadie cuando la opinión que escuche sea una caricia para su oído pero no me negarán que, visto como está el patio, conviene evitar preguntas cuyas respuestas puedan jorobarnos. En cuanto al otro bando, es decir, a aquellos que son interrogados, no merece la pena cuestionarse la elección entre la sinceridad o la relación con el demandante, siempre es mejor contar con el amigo y, si no lo es, más; mi sabia abuela me recomendaba que me llevara bien con buenos y malos: «El bueno para que te honre y el malo para que no te deshonre», solía decir. Vamos, que lo que se considera refinada diplomacia, no es más que una herramienta para sobrevivir en un mundo engreído y estúpido que no perdona un alarde de sinceridad.
¿Qué hacer, pues, cuando un amigo -si no lo es no debemos ni plantearnos la cuestión- nos pide nuestra opinión sincera sobre tal o cual cosa o tema? Si somos conscientes de que nuestra respuesta no le va a gustar, desterrar de nosotros el conflicto interno entre el sentimiento de culpabilidad por fastidiar y el deseo de ser honestos, y tirar de cortesía que, según La Bruyère: «Los modales corteses hacen que la persona aparezca exteriormente tal y como debería ser en su interior. Ello tiende a mejorar su salud mental». O sea, evitar sentirse majara por ponerle a nuestro amigo los pies en el suelo o embarrarlo de mermelada. Y ser, simplemente, corteses. ¿Qué cómo se come eso? Pues ahí está la trampa. No el dilema.