Por Ana María Tomás.
Subida a unos taconazos elevados a la enésima potencia caminaba o, al menos, lo intentaba con la dificultad de mantener un férreo control de su cuerpo digno de una atleta olímpica. Su andar era lento y cadencioso pero no porque pretendiera resultar sensual sino, simplemente, porque era el único andar posible sobre aquellos zapatos.
Un amigo que caminaba en dirección contraria, al verla, se dirigió sonriente hacia ella y, antes de que pudiese mediar palabra, la chica se apoyó en él gravitando alternativamente sobre sus pies su peso y quejándose del misógino hijo de la gran bretaña que había inventado semejantes andamios para caminar las mujeres. “¿Por qué te los pones?” le preguntó él, como si fuese posible eludir esa tortura entre las muchas otras a las que las mujeres nos vemos obligadas a someternos. “¿Por qué me los pongo?” repitió ella, un par de veces, incrédula. “¿No ves cómo voy vestida? Voy a un acto importantísimo y colocarle a este vestido un zapato plano es cargármelo”. Él le contestó que, posiblemente, tenía razón, pero que no entendía dónde estaban escritas esas absurdas normas y, antes de que ella pudiese replicarle nada, él le asestó que los zapatos de tacón no estaban hechos para andar, ni siquiera para que les gustasen a las mujeres, sino que el único objetivo de los zapatos de tacón de aguja iba dirigido directamente a la libido masculina, por eso exactamente habían sido diseñados por un hombre. Además, una mujer que camina con la lentitud exigida por ese tacón no puede huir con rapidez del cazador de turno.
Tras unos breves instantes de perplejidad, ella le contestó que quizá no pudiera huir, pero sí clavarle el taconazo en los mismísimos.
NOS CREEMOS LIBRES LAS MUJERES DE ESTE PRIMER MUNDO PORQUE PODEMOS DECIDIR QUÉ TIPO DE RÉGIMEN SEGUIREMOS; LIBRES PARA ELEGIR EL MÉDICO QUE NOS HARÁ LA LIPOSUCCIÓN, NOS PONDRÁ BOTOX EN LA CARA O COLÁGENO EN LOS LABIOS…
“¿Por qué te los pones?” siguió repitiéndose ella, después de dejar a su amigo, añadiendo a esa pregunta otra larga lista: “Por qué te depilas piernas, axilas, cejas, ingles”, por ejemplo. Su amigo podría imaginarse lo que sería soportar un chorro de cera ardiendo en las mismísimas comisuras de los labios… de arriba y de abajo. Su amigo podría sospechar las innumerables torturas a las que las mujeres nos sometemos en aras de unos cánones de belleza establecidos, la gran mayoría de veces, por modistos, estilistas o directores de sabediosqué que odian el cuerpo de la mujer sólo porque ellos no pueden poseerlo y por tanto se dedican a machacarlo con delgadeces y continuas operaciones de aumentos de pechos y disminuciones de tripa… Eso por no hablar de las infinitas sesiones de ejercicios físicos para poder entrar en unas tallas de vergüenza que siguen utilizando a su antojo las diferentes marcas de ropa. Y, por supuesto, a todo esto no hay que olvidar la “necesidad” de tener que maquillarse y mantenerse impolutamente bella y apetecible a todas horas.
Que todo esto no es más que el resultado de una autoestima bastante jodida, pues sí, pero eso no deja de ser más de los mismo. ¿Quién, sino el mismo grupito citado antes, desencadena esa falta de aceptación?
Y nos creemos libres las mujeres de este primer mundo. Libres porque podemos decidir qué tipo de régimen seguiremos para quitarnos el par de kilos que los helados depositaron en nuestras caderas en apenas un mes; libres porque logramos elegir el médico que nos hará la liposucción, nos pondrá botox en la cara o colágeno en los labios; libres para elegir el día de la depilación y la esteticista que nos quemará las ingles; libres para ir al gimnasio que nos dé la gana y en el que nos harán sudar hasta el último céntimo que paguemos… ¿Libres? ¡Ja!
Que sí, que ya sabemos que ahora también están sumándose gustosos a esas torturas bastantes hombres pero para que nos pillen en cuestión de torturas aceptadas… ya tienen que correr. Empezando por hacerlo en zapato de tacón de aguja.