Las ciudades invisibles. Cartas a Elena

Querida Elena,

En estos últimos días, escapando del miedo, me he internado en lo más profundo del desierto mauritano. Cruzando mares de arena, por donde aún nomadean los beduinos que persisten en sus costumbres, llegué a Ouadán o Wadán. Fantasmal ciudad, este espejismo de pétreo ensueño remonta su existencia al siglo X u XI, a la época de las míticas ciudades almorávides de Audagost o Siyilmassa; pero al contrario que estas, Wadán sobrevivió al paso del tiempo gracias a la presencia revitalizadora, allá en el siglo XVII, de un carismático líder tribal, patriarca y santón llamado al-Hach Othman. Su mérito radica en que fundó su tribu en esa ciudad, y la dedicó al almacenamiento y comercio de grano con su entorno. Tal fue su éxito, que hoy sus descendientes siguen siendo fuerzas vivas de esta y otras localidades cercanas.

Wadan.

Wadán fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1996, merced a su singular hechura. La arquitectura es de piedra seca, es decir, prácticamente sin aglutinante alguno, como las genuinas construcciones tribales del desierto, donde escasea el agua. Es una ciudad grande, asentada en una meseta y desparramada por sus faldas occidentales. Su casco histórico es casi un espejismo que se erige en protagonista en medio de las arenas circundantes; es una bella ruina que escandalosa y paulatinamente se deja escoltar a Levante por un villorrio que ha sabido conservar la arquitectura tradicional local. Este lugar, que haría tus delicias, pues se rendiría a tu pasión por la arquitectura de recovecos, se abre, tímido, por dos o tres calles principales y una miríada de callejuelas laberínticas, cuyas paredes de innumerables piedras se alzan en ocasiones varios metros sobre el suelo. Impresiona, en la alcazaba, su antiquísima y celebrada mezquita, también desahuciada. Y fuera de ella, en la otra punta, un singular pozo protegido por la vetusta y desabrida muralla de la ciudad: una manga de muralla que sobresale y baja por la falda hasta el vecino wadi seco. Lo que en su momento debió ser un vital recurso, hoy alegra la vista con parcelas roturadas y cultivadas allí donde el agua subálvea aporta la necesaria humedad para sobrevivir a las plantas.

A unos veinte kilómetros siguiendo el wadi hacia el noreste se llega a la Estructura de Richat u Ojo del Sahara; un colosal monumento natural de perfecta circunferencia, de unos cuarenta kilómetros de diámetro, que conforma anillos concéntricos de roca, producto de miles de años de erosión. Su tamaño es tan impresionante que se ve desde el espacio. Para las mentes traviesas, su forma evoca a la mítica Atlántida descrita por Platón “más allá de las columnas de Hércules”, cuyos anillos estaban rodeados de otros tantos de agua. Quién sabe: hasta hace poco no sabíamos que hace más de diez mil años hubo un Sahara verde recorrido por varios ríos, y aquello pudo estar inundado. O, tal vez, un caravanero transmitió la existencia de la Estructura, y un oyente decidió que debía tener un origen legendario, dando lugar al mito. Porque para asimilar lo que supera a nuestra comprensión muchas veces hace falta tirar del mito. Ahí queda. Quería contártelo.

Como la vida misma, resulta fascinante, mi querida Elena, el contraste entre el monumental casco histórico de Wadán, ruinoso, constantemente lamido por la arena, seco y pétreo con la reluciente, fastuosa, poderosa y siempre inalcanzable Atlántida; sueño de aventureros que darían su vida por dar testimonio de su existencia. Como ves, siempre son dos, contrapuestos, inalcanzables, predestinados, trágicos… Estoy en un lugar del desierto donde ciudades invisibles, donde lo real y lo imaginario, casi se dan la mano. Ojalá estuvieras junto a mí, aquí, para verlo y tocarlo.

Antonio V. Frey Sánchez

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.