Contra casi todo. Por José Antonio Martínez-Abarca.
Durante muchos años he vivido esperando la llamada que finalmente se produjo el sábado 17 de diciembre, sobre las cuatro de la tarde. Todos estos años preguntándome en qué instante inoportuno ocurriría. Todas esas madrugadas con el teléfono enchufado al lado de la almohada, preparado; temiendo que se iluminase la pantalla con un nombre determinado registrado en la agenda. Ese nombre registrado en la agenda sólo me podría llamar para un único propósito.
Cada vez que sonaba la vibración del teléfono, cada vez en todo este largo tiempo, y en los segundos que tardaba en ver quién era, pensaba que se trataba de esa precisa llamada que no quería recibir. Años, lustros así, cada día pensando que sería el último, constantemente. Sólamente una vez no lo pensé. Fue mientras escribía una columna, durante los instantes en que sentí la vibración y comprobé con incomprensible sorpresa que, en efecto, se trataba de ese nombre iluminado y por supuesto, que la voz que habló tenía ese tan largamente temido propósito. El destino anticipado nunca se produce como nosotros pensamos que se producirá. De alguna manera se las arregla para cogernos desprevenidos, en el único momento en que lo estamos.
El destino anticipado nunca se produce como nosotros pensamos que se producirá. De alguna manera se las arregla para cogernos desprevenidos
Por eso no expresé ninguna emoción cuando se me dijo que la que fue mi madre, aunque no la biológica, estaba agonizando sin remedio. Mi madre no biológica, de quien había aprendido todo porque nunca dediqué mi demasiado larga juventud a lo que la dedican los jóvenes, que se empeñan en los vacíos ritos de socialización en lugar de escuchar a los mayores. La habían llevado al hospital. «¿Pero por qué nos traen ustedes a esta señora? Se está muriendo» «Porque esto es un hospital». Estaba con los dos pies en el otro lado, y sin embargo aún escuchaba, estoy seguro, todo en este.
Durante doce horas, hasta que empezó a clarear, se congregó allí la gente para contar todas las divertidas anécdotas de ella. Un «alboroque» con un invitado especial: la muerta aún viva. Supongo que serían las doce horas más dichosas de su vida, cuando ya su vida esta mirándonos desde fuera, desde el techo de la habitación del hospital, contemplándose a sí misma. Supongo que se rió también con ganas cuando sólo tenía la boca paralizada y espantosamente abierta. No nos dejemos llevar por las apariencias. Siempre estuvo mucho más viva que yo y, de alguna forma que no acierto a definir, lo seguirá estando siempre.
Ya no estaba físicamente, pero no se había ido. No era aparentemente ella, su cuerpo no estaba allí pero en algún lado de aquella habitación estaba aún el alma y un corazón -por los padecimientos- del tamaño de una avellana. Nunca se quiso morir, ni por un momento. No le gustaban ni las puertas cerradas. «No cierres la puerta, que ya tendré tiempo de estar encerrada». No tenía evidentemente ninguna gana de marcharse. Y mucho menos, de marcharse muerta. Que avanzase la madrugada entre dichos y narraciones no era problema. Nunca fue de acostarse temprano, odiaba las mañanas. En este caso, también el mañana.
Se lo estaba pasando demasiado bien. Rodeada de los suyos, singularmente por el que firma, que siempre fui su favorito, seguramente porque vine al mundo como me podía haber quedado en el otro. Ella, la protagonista del homenaje, brindó con cerveza sin beber y comió «cordiales» hechos por ella misma sin comerlos, junto a aquellos en los que permanecerá encendida su tenue corona de fuego (tenue como la pantalla del móvil funesto). La azulada y humilde corona de fuego de Pascuala, de esa «ama Pascuala» a la que tanto he nombrado en mis textos, en los que he hecho, en los que aún no he hecho y en los que no haré jamás.
Cuando acabaron las risas y las voces, aunque sin ganas todavía de irse a dormir, ella, que ya había traspasado el umbral desde hacía muchas horas, se volvería de espaldas, por no ver que cerraban la puerta.