SALUD EN EL ANTROPOCENO. Por María Trinidad Herrero.
Se denomina inmunidad de rebaño a la inmunidad de grupo o inmunidad colectiva. Es un término que nació hace un siglo en la medicina veterinaria de animales de granja, primero en ovejas en 1910 (publicado en 1916), después estudios en ratones de laboratorio en 1919 y, posteriormente, pasó a estudios en niños, en 1922. La primera descripción del término fue en 1923 en animales, pero a partir de 1924 también se considera “rebaño” a una comunidad humana, bien sea rural o urbana. En los años 30 del siglo pasado, este término se hizo extensivo en Reino Unido, en Estados Unidos y en Australia con ocasión de las epidemias de difteria, tosferina, polio y viruela.
La inmunidad colectiva se produce cuando hay un número suficiente de personas que están protegidas contra una determinada infección. Personas que ya hayan estado infectadas y que hayan desarrollado defensas para esa infección. Las vacunas lo consiguen. Lo importante es que esas personas inmunizadas se convierten en una suerte de “cortafuegos” ya que al estar inmunizadas no pueden ser agentes transmisores de la infección: el virus no puede perpetuarse. Pero para alcanzar la inmunidad de rebaño debe estar inmunizada al menos el 70% de la población, lo cual está siendo complicado con este coronavirus (SARS-CoV2) ya que en la primera ola se inmunizó menos del 10% de la población.
Cuando en marzo de 2020 las autoridades de Reino Unido anunciaron que iban a perseguir la inmunidad de rebaño, fueron muchas las voces críticas, ya que sin vacuna exigiría que se infectara gran porcentaje de la población y, entre ellas, las personas más vulnerables (los ancianos y los enfermos crónicos) con gran posibilidad de fallecer. Es cierto que se cumplía que en nuestro medio el SARS-CoV2 se transmitía de persona a persona sin la existencia necesaria de vectores intermediarios (murciélagos, pangolines u otros), pero tratar de detener el avance de este coronavirus por ese medio era muy peligroso y de consecuencias impensables por el gran número de vidas humanas que perecerían. Uno de los aspectos más preocupantes era que, a diferencia de otros virus, este puede ser transmitido por personas infectadas pero asintomáticas. Y si la proporción de letalidad era mayor del 2% significaba que, antes de alcanzar la ansiada inmunidad de rebaño, tendríamos cientos de miles de fallecidos.
SI LA PROPORCIÓN DE LETALIDAD ERA MAYOR DEL 2% SIGNIFICABA QUE, ANTES DE ALCANZAR LA ANSIADA INMUNIDAD DE REBAÑO, TENDRÍAMOS CIENTOS DE MILES DE FALLECIDOS
En el momento actual, la situación es más halagüeña que en los meses de marzo y abril, ya que se conoce mejor cómo actúa el virus y qué efectos secundarios produce. Los facultativos y las unidades médicas de todos los hospitales y de los centros de salud están ahora mejor preparadas, los profesionales han demostrado su resiliencia y su entrega dando muestra de una capacidad excepcional de reacción y de actualización continua de protocolos. Se ha aprendido y ahora los síntomas son rápidamente identificados, las secuelas son previstas y detectadas de forma más eficaz y el pronóstico es, en general, mejor. Pero hasta que no dispongamos de la vacuna o de las vacunas, lo mejor, a nivel local, es intentar evitar que el virus se propague siguiendo de forma estricta las medidas indicadas por los servicios de Salud Pública protegiendo con alto esmero a las personas más vulnerables. Las medidas básicas son: llevar mascarillas que cubran nariz, boca y barbilla, extremar la higiene, lavar las manos con jabón, utilizar el gel hidroalcohólico, mantener la distancia física de seguridad, limpiar las superficies que tocan varias personas como pomos, interruptores, mandos inalámbricos… controlar si se tiene fiebre o tos y comunicar si se ha estado en contacto con personas infectadas.
Puesto que el riesgo de intentar conseguir “la inmunidad de nuestro rebaño” es que en el camino fallezcan demasiadas personas de nuestro entorno, esperemos la vacuna sin bajar la guardia y extremando las medidas de protección y de prevención.