CARTAS DESDE TOMBUTÚ. Por Antonio V. Frey Sánchez.
Querida Elena,
No dejo de acordarme de ti. Antes de volver a internarme en el desierto, encontré, en la cafetería del hotel, un libro en francés que escamoteé para mi disfrute. Tú ya sabes que esas oportunidades no hay que dejarlas pasar, como bien recordarás de nuestro último viaje. Se titula La escafandra y la mariposa, y fue escrito en los años noventa por el periodista Jean-Dominique Bauby. En él se relata como, tras un accidente, su conciencia y facultades quedaron enclaustradas en un cuerpo en total postración, sin posibilidad siquiera de hablar. Afortunadamente, gracias al parpadeo de un ojo, el izquierdo, desarrolló una forma de comunicación y escribió este libro complejo, pero bello, cuajado de grandes dosis de la imaginación que decidió emplear para evadir tan inevitable encierro, y la penosa separación sobrevenida con la mujer de su vida, a quien no podía besar, abrazar o simplemente acariciar.
Leo ese libro cuando hacemos noche, a ratos, mientras descanso entre las prospecciones y los encuentros con los beduinos. Estoy impresionado. Y me ha convencido que el destino insiste en recordarme que yo también he sido condenado a una forma de escafandra –estrafalaria escafandra- donde en vez de océano o mar, me sumerjo en las arenas, a veces hasta quedar completamente sepultado. Sólo, entonces, una circunstancial mano me hace regresar, una y otra vez, al mundo real. En este caso fue hace unos días, cuando el chej de un clan familiar pudiente, Hadati uld Musa, que va y viene por las riberas de la Saquia El Hamra, de Smara a El Aaiún, nos emplazó a la boda de su hija; un pintoresco espectáculo para todo forastero. En mi caso, además, tuve el honor de ser invitado en un lugar privilegiado, en la jaima del padre de la novia, cerca de él. El escenario superaba a la jaima y contagiaba al fric, al conjunto de esas tiendas de lana de camello, donde primero, entre comida y comida, té y té, los familiares negociaron la dote, y, luego, procedieron a una sencilla ceremonia de unión de los novios. Tres días duraron las celebraciones, donde desfilaron todos los platos típicos de la región y algunos importados del Norte, de Marruecos. El festín se completó con la degustación de un camello –que poco antes había sido sacrificado- y un sabroso cuscús entre todos los presentes. Felizmente, y sin dejar de mirar de reojo la dicha que parecían mostrar los jóvenes novios, podía escaparme de vez en cuando a mi apartada tienda, emplazada a resguardo de una acacia espinosa, a pocos metros de la ribera del amplio wadi, entonces bendecido con un hilito de agua, para seguir leyendo ese libro que tanto me fascinaba. Ay, esa escafandra…
Días después, mientras conducía por las pistas sin fin hacia Auserd, en medio de un florido Tiris, gracias a las lluvias septembrinas, pensaba una y otra vez en mi escafandra, la escafandra que me sitúa lejos de ti, aquí en el desierto. Iba sólo, pero me llamó la atención una extraña y gran nube que avanzaba hacia mí desde la verdeante pradera. No eran langostas. Había un suave tintinear de sombras y luces que jamás había visto. Paré y bajé del Rover. Al poco apareció la primera. Eran mariposas: mariposas painted lady. Eran miles y miles. Pasaban sobre mí y alrededor mío. Luego supe que anualmente abandonan el delta interior del río Níger, cerca de Tombuctú, para alcanzar Europa, en una colorida y delicada migración. Sonreí. Por un momento, cuando estuve rodeado de ellas, parecía estar cerca de ti; que mi escafandra había abierto una pequeña escotilla que me invitaba a soñar en superar, al menos con la imaginación, nuestra distancia, como el protagonista del libro. Con ellas, con las mariposas migrantes, te mandé un beso, mi querida Elena, que sé que te llegará por duplicado, cuando esta carta leas, y yo me haya vuelto a sumergir, cumpliendo mi destino, escafandra sellada, en la arena.