KOME

CONTRA CASI TODO. Por José Antonio Martínez-Abarca.
A mí en Murcia se me hace tan difícil encontrar un restaurante como, en su tiempo, al poeta Gil de Biedma hallar en Barcelona un bar donde tomárselas a gusto. Cuando lo encontró al cabo de años, dijo aquello de «por fin tenemos un bar». Porque hasta esa noche la Barcelona juerguista tenía muchos bares y ninguno, como esos armarios atestados de nuestra ropa con la que no tenemos nada que ponernos. Uno sabe cuándo ha encontrado algo sólo cuando se quedaría allí como parte del mobiliario, en espera de que le hagan una estatua en su memoria, acodado en su rincón favorito. Todos mis restaurantes en Murcia han ido cerrando con los años, por exceso de autenticidad y consiguiente falta de clientes. El único cliente acababa siendo yo, amarrado como la orquesta del Titanic. «No pasan ni los perros», me decían los hermanos Gaspare y Stefano antes de clausurar su nunca bien llorado restaurante siciliano al lado del Teatro Romea. Y así ha ido desapareciendo todo.

Por eso me extrañé al tropezarme con esa autenticidad en Murcia cuando creía que sólo me quedaba quedarme quieto sobre una piedra del camino y aguardar el fin. El lugar no me pareció de mayor tamaño que un ascensor de hospital. Se llama Kome. Va de algo, pero no sé qué. De algo asiático, se anuncia, pero en la carta dan, estos meses, paella con costillejas. Creía que me iba a encontrar con otro de esos asiáticos de cercanías, de pegolete, donde termino pagándola con los camareros, que qué culpa tendrán ellos del dueño. Yo venía justamente indignado ya de casa. Es una buena precaución para ir por la vida y los restaurantes. Pero la cólera divina se aplaca con sacrificios. Y en el altar del Kome, encaramado a la barra, me ofrecieron algunos que fueron totalmente de mi agrado, e incluso consiguieron lo inaudito, ponerme una sonrisa en mi eterna cara de lápida. La autenticidad más verdadera, sin trucos, como la del tal Kome, es algo que no se paga con dinero, aunque se abone antes de irse con billetes del Banco de España. Hay cosas que se pagan con dinero que no se pueden pagar con dinero.


NUNCA SUPUSE QUE EN MURCIA HUBIESE UN LUGAR CON TAN PROFUNDO CONOCIMIENTO DE LAS TÉCNICAS CULINARIAS JAPONESAS. LO CUAL INCLUYE, SI CONOCEN ESA CULTURA COMO ES EL CASO, NO PRESUMIR DE ELLAS


Nunca supuse que en Murcia hubiese un lugar con tan profundo conocimiento de las técnicas culinarias japonesas. Lo cual incluye, si conocen esa cultura como es el caso, no presumir de ellas. No anunciarlo a los clientes, al menos. Sólo el trato excesivamente profesional para tratarse de Murcia de quienes llevan este sitio hacía sospechar algo. Me refiero a la total ausencia de ese sobeteo con el cliente que llega hasta donde no lo hace la calidad de la cocina. El honor culinario debe pasar tan inadvertido como la hoja de una catana que deje a alguien hablando, cuando ya hace rato que ha seccionado su cuello. Descubrí que más arriba de la paella con costillejas se entresacaban, aquí y allá, platillos de insobornable aire «kaiseki». No había duda. Cocina de monasterio oriental, buena para el alma. Había que detenerse a admirar la belleza de la vajilla, a tono con lo dispuesto sobre ella. No me rindo normalmente ante el boquerón, que me parece que como mejor está es fosilizado como anchoa al estilo catalán de La Escala, que sobresalen sobre los cantábricos. Sin embargo, los de Kome, en estado fresco, son sin discusión los mejores que he comido jamás, sin nada de esa rebozada monotonía andaluza. Llevaban ciruela fermentada por dentro, y hace muchos años que no entiendo cómo a España no ha llegado aún la moda de ese burbujeante mundo, que desprecia y corrige el azúcar aniñado de la fruta, la viriliza, haciéndola adecuada para un paladar adulto. Repetí con los boquerones, como haría cualquier persona decente. El flan caliente de erizo, canónico, tenía su agüilla yodada en el fondo, que también matizaba con delicadeza esa dulzura un poco abrumadora de sus gónadas que a muchos atemoriza. El tendón de vaca no estaba nada tensionado, se derretía al aprisionarlo entre la lengua y el paladar; desaparecía en el paladar sin llegar siquiera al estómago. Hermana vaca.

Pocos sitios en España tienen ese respeto por la pureza original de la tradición de donde viene. Nada proclamada, además, no vaya a ser que el público huya. Mantengan esto en secreto. Porque la gente se siente impresionada negativamente y pasa de largo por la puerta cuando le dices que un sitio, de pronto, es de verdad.


José A. Martínez-Abarca

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