CONTRA CASI TODO. Por José Antonio Martínez-Abarca.
Contemplando hace unos días aquel muñeco de un mal museo de cera, tuve que hacer un salto temporal para identificarlo como el chico alto, guapo, rubio, triunfador, increíblemente energético que me sostenía en brazos en una foto de hace bastante más de medio siglo. Tratar de identificar aquel cuerpo con el que, años después, me llevaba en deportivo al viento, allá en los felices años ochenta, por las playas de Alicante, cuando nada malo nos podía pasar, el planeta era joven y los atardeceres de un rosa californiano.
Hay algo, para el cerebro humano, aún más incomprensible que la muerte (descontando el concepto de infinito) y es el paso del tiempo. Si preguntamos a cualquier persona mayor nos dirá que lo que siente no es nostalgia sino más bien desconcierto: anoche se acostó teniendo veinte años y se ha levantado así, sin saber qué ha podido ocurrir en el entretanto. Yo no entiendo qué ha podido ocurrir entre aquella figura parecida a los exvotos que se solían colgar de un clavo en las catedrales y que yacía sobre un ataúd y mi auténtico tío Juan Martínez-Abarca Ruiz-Funes, en cuya compañía, sistemáticamente enhiesta y sin quejas, estuve sólo unas pocas jornadas antes. Cuando Dios te llama -Juan era muy creyente- no deja aquí ni el que había sido tu cuerpo.
No sientas miedo porque cuando tú estás, no llega la muerte; cuando llega la muerte, tú ya no estás
Es la mano de Dios la que interviene para estropear a última hora la obra de los eficientes operarios de pompas fúnebres. Es la mano de Dios misma la que se rebela contra esa costumbre norteamericana de maquillar el tránsito supremo, algo que va contra toda la tradición española. Desde hace un tiempo ya no veo fallecidos con expresión de estar durmiendo y las mejillas coloradas de Heidi. Fue Dios quien bajó cuando yo miraba lo que se supone que había sido mi tío para clavar dos palabras en mi frente: memento mori. Mi tío estuvo siempre demasiado vivo como para haber sido nunca aquello que veía tras el cristal del tanatorio. Ese es precisamente el mensaje que quiere transmitir el Cielo: no sientas miedo porque cuando tú estás, no llega la muerte; cuando llega la muerte, tú ya no estás. El alma, cuando se va, se lleva también al cuerpo auténtico y deja algo irreal, que parece sostenido por dentro con un frágil entramado de palos secos, como el interior de las tallas imagineras.
Juan era arrollador y eso lo dotaba de un aura extremadamente atractiva para todos. También para las mujeres, quienes sienten debilidad por aquellos seres que parecen estar seguros de hacia dónde se dirigen. Su voz siempre se escuchaba eternamente por encima de todas las demás, aún ahora se escucha: reía, encadenaba chistes camperos, cantaba cosas mexicanas («…grítenme piedras del campo/ cuando habían visto en la vida/ querer como estoy queriendo/ llorar como estoy llorando/ morir como estoy muriendo»). Sabía que estaba muriendo y lo cantaba sin un mínimo temblor en el tono. Era, donde quiera que fuese o viviese, un murciano militante de dinamita con boca de rayo y parecía no tomarse las cosas demasiado en serio. Porque cuando algo era serio aparecía el «otro» Juan, el de la severidad de la marca familiar: las cejas se le encendían como pan de oro y aparecía un abogado de la vieja escuela, a pesar de su juventud y de que no llegara a anciano. Extremadamente preciso y contundente, de esas personas, y aunque toda su vida lo llamaron Juanito, de las que se suele decir, cuando hacen su entrada a cualquier sitio, «Niños, se ha acabado la hora del recreo».
¿Dónde fue a parar toda aquella energía feroz que irradió Juanito toda su vida? Si algo sabemos de las leyes cósmicas es que a alguna parte. Tal vez, desde que murió, la noche es un poco más clara no por causa de la luna.