Ira

Cicuta con almíbar, por Ana María Tomás

Pasaba por un parque y vio cómo una pandilla de gamberros importunaba a unas chicas, se permitió la valentía de decirles que las dejaran en paz y eso fue suficiente para que la espoleta de la ira saltara por los aires y todos aquellos cobardes la emprendieran a golpes hasta reventarlo.

La ira no solo pasea por los parques, viaja en el metro o hace botellón y te mata si te atreves a pedir algo tan lógico como que se aparten a un lado de la calle porque necesitas pasar con el coche por ahí. O se alía con la venganza  y deja a una madre con el insoportable dolor de saber que el padre de sus hijos los ha matado. 

Quizá, de todas las emociones, la ira sea una de las más básicas y poderosas por la inmediatez y la virulencia con la que se presenta.

Quizá, de todas las emociones, la ira sea una de las más básicas y poderosas por la inmediatez y la virulencia con la que se presenta. El problema es que, lo que durante siglos se ha reconocido como poco conveniente, tanto para las personas que la sienten como para quienes sufren las consecuencias, ahora parece haberse normalizado y hasta protegido con una leyes de chichinabo para los canallas que, bajo sus efectos, provocan cualquier clase de fechoría. Ahí están las calles llenas de violencia, de iracundos reaccionando enfadados por cualquier acontecimiento: porque alguien les lleva la contraria, porque haya tenido la desfachatez de mirarlos, porque no sea como ellos en color de piel, o de peinado, o de país, o de cultura, o de elección sexual… o porque haya un problema de tráfico, o la comida esté fría o caliente o… vaya usted a saber. 

Si ya sacude al alma pasar ante una pareja y verla, aunque no mires, discutiendo llena de ira mientras muestran los dientes, las mandíbulas desencajadas y los ojos a punto de salir de las órbitas, ver a esos furiosos en versión infantil asusta de narices. Al menos a mí. Y eso, como muchos de ustedes podrán comprobar sin demasiado esfuerzo, está a la orden del día. No se llega a la adolescencia lleno de ira incontrolada, y dispuesta a salirse de madre en cualquier momento por arte de birlibirloque, sino por una dejación total de quienes educan, no ya en una ausencia de valores como el respeto, la empatía, la tolerancia, etc., sino por una ausencia de límites, de educación, de enseñar a controlar los impulsos. 

Ahí están las calles llenas de violencia, de iracundos reaccionando enfadados por cualquier acontecimiento.

  Seguramente, todos conocemos ejemplos de padres permisivos que aplauden el comportamiento incívico de sus hijos y, no solo eso, sino que se enfrentan junto con sus vástagos a quienes se atreven a interpelar sus groseras y violentas conductas.

  Miedo y lástima me da pensar en esos padres cuando esos consentidos energúmenos, criados sin límites y sin resistencia alguna a la frustración, lleguen a la adolescencia.

  La ira no solamente es una ráfaga de viento que apaga la inteligencia y nos hace transparentes, sino un maldito anillo que convierte a inocentes hóbits en destemplados y monstruosos Gollums.

Ana María Tomás. @anamto22

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