Contra casi todo, por José Antonio Martínez-Abarca.
El maestro Perona, quien a Dios gracias dejó grandes enemigos al fallecer prematuramente, dividía a los escritores entre grandes intelectuales que escribían en un castillo (como Chateaubriand o Montaigne o, incluso, Casanova) y los delincuentes que sólo hacían literatura. Para el inolvidable catedrático de gramática de la Universidad de Murcia, cuya presencia no ha sido nunca reemplazada -para que luego repitan los tontos de siempre que nadie es irremplazable-, los segundos, los delincuentes que sólo hacían literatura, entendida «literatura» como mera palabrería decorativa, eran esa clase de tipos que se tomaban su café con periódico de papel en el Casino de su pueblo o eran galardonados por el propio Casino. Delincuentes costumbristas, redactores gallináceos de juegos florales, lentos paseadores barrocos de después de misa. El equivalente en literatura a los pintores de domingo.
Sin embargo, una vez el maestro Perona admitió su error. Una vez el maestro Perona reconoció en uno encuadrado como delincuente literario el talento que yo -sí, yo, modestamente- le había recomendado repetidamente. «Tienes que leer este libro de Antonio Burgos». Y se reía con aquella risa de graja, tan implacable (a su vez, el maestro decía que yo tenía risa de «perro pulgoso»). «Yo no leo a señoritos sevillanos». Al poco tiempo, yo contraatacaba. «Que tienes que leer este libro de Antonio Burgos, me lo agradecerás». Me caía un chaparrón sobre mi capacidad de discernimiento libresco, y hasta mi gusto personal, que se volvía dudoso. Un día, por la época en que su amigo y admirador Arturo Pérez-Reverte lo convirtió en personaje de una de sus novelas, el propio novelista lo introdujo en la fascinación por la Sevilla histórica. Y, entonces, Perona se acordó de mi insistente encomio por Antonio Burgos y por su libro Sevilla en cien recuadros. «El recuadro» era el nombre de su sección en el periódico ABC, donde escribió durante medio siglo o así, toda la vida. «Oye… He leído el libro y tenías razón. Es magistral». ¡Al terrible, el mercurial maestro Perona, crítico de críticos, escéptico de escépticos, elitista de elitismos, solitario contra mundos, insobornable de todo soborno, le había emocionado el tal vez principal libro de Burgos dedicado a su ciudad!
Un libro hecho de observaciones de campanas y ritos, de callejas, de primaveras presentidas en febrero, de inciensos, de aquello que dijo la cuadrilla del matador de toros Juan Belmonte cuando estaban de gira por América y llevaban, nostálgicos, los relojes con la hora de Sevilla: «y pensar, maestro, que ahora en Sevilla estarán empezando a freír el pescado»… Perona se convirtió en fanático de Antonio Burgos, que ha muerto a la edad en que este tipo de escritores de la observación empiezan a dejar sus mejores obras, apenas cumplidos los ochenta. Burgos ha escrito cosas definitivas sobre ese inexplicable saber de los analfabetos andaluces que dejan la única filosofía seria que se ha hecho en España. Siempre había en sus textos un Picoco, un Beni de Cádiz o el último limpiabotas, dejando frases de cinco palabras que nos hacen pensar cinco años. Gente de la España más profunda, por honda, a los que colocaba democráticamente junto a las alturas de un Manuel Halcón, un Pemán o un Chaves Nogales, a los que Burgos no desmerece nada y en cuyo Parnaso ha entrado (antes se le llamaba a eso de la gloria creativa «Parnaso»). En fin, Antonio Burgos ha sido de los verdaderamente grandes y, en España, mucha gente lo ha tenido por escritor de Casino, de camisas inglesas y zapato limpio. Que lo era y a mucha honra.
Hay «delincuentes de la literatura», como hubiese dicho el maestro Perona antes de ver la luz, que no escribieron en castillos y que resulta que han dejado palabras imperecederas, a las que volvemos una y otra vez, porque ellos dijeron las cosas de una manera que no se puede mejorar, como sólo ocurre una vez y nunca más.