HISTORIAS DE UN SOLTERO DESENCANTADO

LAS MANÍAS

Dicen que el único privilegio de llegar a una edad es que ya te da lo mismo lo que la gente piense al dar tu auténtica opinión para muchas cosas, que antes suavizabas u ocultabas. Es verdad, y disfrutan del mismo privilegio los millonarios, tengan los años que tengan. Pero si no eres rico debes esperar a hacerte viejo para poder mandar a todo el mundo a la mierda. Puede que se salven dos o tres.

Cuando te haces mayor ya te da igual perjudicar tu posición ante la sociedad, porque todo lo que tenías que hacer dentro de la sociedad o bien lo has hecho o ya no lo harás nunca. El ir haciéndote a ojos de los demás, si no transparente, al menos translúcido, en cierta forma te libera: por ejemplo, como ya no ligas, no les cuentas a las mujeres lo que quieren escuchar, por hacerte el interesante.

-Diciendo esas cosas atroces que salen por tu boca, querido, no esperarás que ninguna mujer te haga el más mínimo caso.

-Diciendo lo que tú quieres, querida, el resultado va a ser el mismo. Ninguno. Diciendo lo que yo quiero por lo menos me divierto, y nos lo pasamos tan ricamente…

-Tienes suerte de que al menos yo te soporte.

-Cierto. Sólo tú me has soportado siempre. Qué lástima que eso nos hace amigos. Ya sabes aquello de que si empiezas siendo amigo de una mujer, te quedas sólo en amigo…


A CIERTA EDAD EL ÚNICO FRENO QUE APLACA TU INTOLERANCIA ES QUE TE DA PEREZA. ESCUCHAS TONTERÍAS Y NO LAS CORRIGES POR SIMPLE VAGANCIA


Llegar a ejercer la depurada grosería en sociedad (lo que los franceses llaman “boutade”, pero una “boutade” que no se dice por epatar sino porque es lo que realmente piensas) es como la recompensa de una merecida jubilación: un arduo camino de privaciones durante la juventud que al final tiene su recompensa. La tranquilidad que da saber que puedes armar el pollo donde quieras y a quien quieras, expresar tu santa indignación o tus ganas de bronca, porque ya estás más fuera que dentro de la época que estás viviendo y no tienes mayor interés en dejar un recuerdo enternecido de ti entre la gente. Para lo que queda en el convento…

 

El caso es que a partir de los 40 años me he ido volviendo cada vez menos tolerante, como supongo que le ocurre a muchos. Eso es por una exclusiva razón: porque uno sabe más, o al menos está más informado y tiene más experiencia. Estar más informado y tener más experiencia precisamente te hace ser menos tolerante sobre los temas fundamentales. Mucho más impaciente con el error. A cierta edad el único freno que aplaca tu intolerancia es que te da pereza. Escuchas tonterías y no las corriges por simple vagancia, no porque te hayas vuelto más bonachón que el abuelito de Heidi. Las chicas, que saben cómo las gastas, llaman a eso “volverse cada vez más maniático”.


ANTES A LAS MANÍAS SE LAS LLAMABA CONVICCIONES. PERO EN ESTA ÉPOCA  EN LA QUE DA IGUAL OCHO QUE OCHENTA NO ASPIRO A QUE NADIE ENTIENDA QUÉ QUIERO DECIR.


-Con lo maniático que eres te quedarás solo -me dicen.

-Si eres un hombre que te respetas a ti mismo, a cierta edad puedes renunciar a todo menos a las manías, querida.

Antes a las manías se las llamaba “convicciones”. Pero en esta época líquida donde da igual ocho que ochenta no aspiro a que nadie entienda qué quiero decir. Yo una vez corté de forma fulminante con una chica, en muchos aspectos modélica, sólo por una cuestión de principios o, si lo quieren expresar así, de manías. Era joven, rica, guapa, rubia, alta, obsequiosa, comprensiva, dulce, graciosa. Un diez. Un nueve coma noventa y nueve. El último día en que nos vimos quise que viéramos juntos, en una nueva edición restaurada, un icono cinematográfico del siglo XX, la muy romántica “Casablanca”, la de Ingrid Bergman y Humphrey Bogart.

-No me suena de nada.

-Querrás decir que no la has visto.

-No, no. Que no me suena.

Evidentemente, yo no podía seguir ni un minuto más con alguien que había pasado toda su vida metida en un zulo lo suficientemente profundo como para no haberse enterado de que existía una cosa llamada “Casablanca”. Ella nunca comprendió qué había ocurrido. Ahí renuncié tal vez a mi felicidad de por vida, por principios. Como hubiese dicho el poeta francés Rimbaud: “por delicadeza perdí mi vida”.


Por José Antonio Martínez-Abarca

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