CUENTO DE SEMANA SANTA. Por Loreto López.
El rayo de sol rebotó desde la pared hasta sus ojos cerrados. Sabía que el día se anunciaba radiante: un Viernes Santo murciano no podía dejar de ser así. Pero María se negaba a abrir los ojos, a dar la vuelta hacia esa luz; permanecía inmóvil, aunque despierta, en su lado de la cama, como siempre desde hacía más de treinta años, respetando una ausencia que ya duraba casi un lustro.
Se preguntaba una y otra vez por qué había cedido a la petición de su hija para acompañarla a la procesión de la mañana, la de los Salzillos, la más luminosa y alegre de todas. No era que no le gustara, es que los recuerdos le resultaban tan dolorosos que no había vuelto a verla desde que él ya no estaba.
En el armario, primorosamente planchada y envuelta en una sábana perfumada, guardaba la túnica morada, esperando que el pequeño Jesús, el nieto que él no conoció, creciera y la vistiera. Por eso quería su hija que la acompañara: el nene ya tenía cinco años y quería que viviera la Semana Santa como ellos la habían vivido, desde dentro, con ese amor a la tradición que ella parecía haber perdido desde que su marido no estaba.
María permanecía sin abrir los ojos, sin moverse, pero las lágrimas brotaban sin cesar. Se giró lentamente y acarició la parte de almohada tersa, esperando sentir en su caricia la presencia de Manuel, pero solo encontraba el frío tacto del hilo planchado. Abrió sus ojos al fin para cerciorarse de que seguía sola y, aun así, habló en voz alta, dirigiéndose a la mitad desierta de su cama.
-Lo haré, sí, iré, aunque me parte el alma, sabiendo que no estarás, que no veré venir tus pies descalzos desde el fondo de la fila, ‘pegadico’ a San Juan y muy cerca de tu Dolorosa, tu querida Virgen a la que, siempre que me veías triste, decías que me parecía.
Un instante de silencio, mientras piensa que, de verla alguien, creería que había perdido el juicio, hablando sola, como una loca.
-Sí, Manuel, iré y además pondré buena cara, por nuestra hija, por Jesusico, nuestro nieto… también por ti. Que no daría yo porque me vieras y poder verte. Primero esos pies desnudos, tan conocidos, luego esos ojos riendo, como dos cielos, por las ranuras del capuz y después tu mano enguantada, tu puño cerrado que deja en mi mano un pequeño regalo, esa sorpresa que siempre me preparabas… que no daría yo porque ese ‘paquetico’ con el lazo malva, que aún guarda el cajón de tu mesilla sin abrir, lo dejaras caer sobre mi mano, Manuel.
Mientras se viste, María recuerda el día anterior, Jueves Santo. Madrugó para ir a San Lorenzo. La iglesia estaba sorprendentemente vacía y en su interior el trono del Cristo del Refugio ya estaba arreglado de flor. Un monte de sangrientos claveles casi rozaban los pies de la hermosa figura. Frente a la imponente imagen, miró su rostro descubriéndole una expresión más asombrada que doliente, ante el último suspiro que parecía exhalar en ese mismo instante. Un escalofrío recorrió su cuerpo, como si acabara de ser testigo de la muerte de Cristo y, en los ojos de este, creyó descubrir la misma mirada que vio en Manuel. Tras ese instante, se había acercado aún más a los pies de la cruz, para comprobar que el color de esos ojos era el mismo gris azulado que los de Manuel. Un grito de congoja quedó ahogado en su garganta.
Aquella tarde de Jueves Santo buscó refugio en una de las iglesias que sabía menos concurrida en la visita a los tradicionales monumentos; en la penumbra del templo de las madres agustinas pasó horas, hasta volver a su casa por las calles oscuras, atravesando placitas donde el naranjo le regalaba el dulce perfume del azahar, mientras se escuchaba en la distancia los sones destemplados del tambor y algún murmullo de canto, que acompañaban a la procesión del Silencio y a ese Cristo de ojos grises que tanto la había impresionado.
Para conciliar el sueño había vuelto a recurrir a los hipnóticos, que ya creía superados, de ahí que se encontrara con tan escaso ánimo, solo la movía un sentido del deber para con su hija y su nieto.
Al salir a la calle se oculta tras unas gafas oscuras, solo espera que su hija haya escogido ver la procesión al principio de la carrera, acabar pronto y volver a su casa. Es en lo único que piensa. Un mensaje al móvil le indica que la espera en la plaza de San Pedro, frente al bar Rhin. Buen sitio, piensa.
Concentrada en el pequeño Jesús, que no para de reclamar su atención, María está más animada. Le cuenta al nieto historias de nazarenos, le hace observar las imágenes que desfilan, pero llega al fin el penúltimo paso, el hermoso San Juan, siempre tan esperado, y se queda inmóvil, en silencio, sopesando salir huyendo.
Se descubre absurdamente mirando hacia el suelo, buscando lo que sabe que no ha de venir. Distingue unos pies desnudos entre la multitud de sandalias blancas, apenas tres nazarenos faltan para que lleguen hasta ella y no puede dejar de mirarlos intentando no reconocer, descartar cualquier parecido con los pies de Manuel. Parada y uno, dos, tres pasos, los pies casi a su altura, uno, dos, tres pasos, su vista fija en ellos y el pulso acelerado… Un puño enguantado se acerca a su regazo y deposita una pequeña caja con lazo malva que reconoce; levanta su mirada buscando los ojos del nazareno, unos ojos gris azulados que le sonríen tras las rendijas del capuz.