CONTRA CASI TODO. Por Juan Antonio Martínez-Abarca.
Tengo escrito, desde que era muy joven, que el único club al que pertenecería en mi vida es el llamado «Club de la Cerveza». Efectivamente, llegué a ser miembro, igual que nunca lo he sido de ningún club senderista, de yoga, de filosofías alternativas, de fumadores de cannabis o de amantes de los patinetes eléctricos. En definitiva, ningún club que me obligara a tener buen rollito con desconocidos. Yo he vivido bajo una pandemia siempre: no me gusta ese zamarreo mediterráneo de tocarse y abrazarse sin tener una buena razón para ello, por ejemplo en un entierro.
Pedí sin embargo mi baja en el «Club de la Cerveza», al cabo de unos años, a través de una carta escrita en términos muy correctos, porque encontré que me mandaban a casa demasiadas cervezas belgas o «abelgadas», cabezonas y llenas de potingues dulzones del todo impropios y nada acordes con la «ley de pureza» de mi Rey Carlos V; yo, como el poeta francés Baudelaire y muchísimo antes de lo de Puigdemont, no puedo con los belgas (Baudelaire los dividía, teniendo en cuenta la profunda división de Flamencos y Valones, entre «borrachos, sinvergüenzas como Rubens y católicos»). En lo que a mí respecta, creo más en la existencia de Suiza, país en el que por otra parte tampoco creo mucho siguiendo la opinión del gran Julio Camba sobre que en Suiza hay alemanes, italianos, franceses y turistas ingleses que mandaba la Agencia Cook (que quebró hace un par de años, tras una existencia más que centenaria), pero lo que no hay son suizos, creo más, digo, en la existencia de Suiza que en la de Bélgica. Coherentemente, se acabó mi carné del «Club de la Cerveza».
Bien, pues aquello que escribía de que el único club al que pertenecería en mi vida es el «Club de la Cerveza» no era del todo exacto. Además de la cerveza, siempre acaricié la idea de ser socio del Real Casino de Murcia.
Pasaba al menos ocho veces al día ante el Casino, porque dormía tan cerca de las campanas de la Catedral que, en días grandes, mi cama vibraba y emprendía el vuelo como en la película de Disney «La bruja novata», anduleaba frente a sus «peceras» y siempre me preguntaba por qué no estaba ahí, si era lo que me correspondía por naturaleza y costumbres, incluso por rareza. Uno ha sido un rariconazo desde siempre. Tantas veces en la vida no sabemos por qué nunca hicimos las cosas fundamentales para las que estábamos llamados. La única explicación es que casi nunca hay explicación para apenas nada. Una de las más duras y frías lecciones verdaderas de la vida es que no todo tiene una causalidad comprensible, y, por contra, hay mucho de casualidad.
Yo hubiese tenido que estar ahí, en el Real Casino, desde los dieciocho años y en mi pleno uso de razón, leyendo mis mazos de periódicos del día como había hecho desde la infancia, alternándolos con los «supermortadelos», «los pitufos», los «tintines» o la novela picaresca española de Siglo de Oro. Me imaginaba dentro de la entonces algo tenebrosa y deliciosamente polvorienta sala de lectura de la Biblioteca, iluminado solo con la luz de una lámpara decadente, es decir, intemporal, eterna. Me veía repantigado en cómodos sillones sin necesidad de tener que saludar a nadie, a la manera inglesa, levantando la vista de vez en cuando sorprendido de que hubiese vida en el planeta Tierra además de la mía propia. Por imaginar, hasta imaginaba dejando mi chistera de piel de castor que no tenía y mis guantes de cabritilla que sí tenía en consigna, al entrar.
Además de pertenecer al “Club de la Cerveza”, siempre acaricié la idea de ser socio del Real Casino de Murcia
Adoraba ese olor a mármol viejo (el mármol viejo tiene un olor, las piedras, como el mundo vegetal, tiene cada una su aroma propio), esa como humedad en los basamentos que se iba comiendo poco a poco el edificio, de modo que fantaseaba con que este no se cayera, sino que más bien naufragara en el nivel freático conmigo dentro, impertérrito, inclinando mi taza de café según se iba escorando el inmueble, para no derramarlo, con mi periódico más de derechas abierto sobre mi regazo… No ocurrió nunca, por desgracia. Todo hubiese consistido en entrar al Real Casino con la persona adecuada por coincidir un día en la puerta, de esas personas adecuadas de las que luego se dice en las memorias que «cambió mi existencia para siempre». Pero cada vez se encuentran menos personas adecuadas, sospecho que porque las personas están siendo sustituidas por simples usuarios tecnológicos en esta postsociedad. No es momento de extenderme en este interesante asunto.
Y así fueron pasando los lustros, los decenios, los siglos y hasta los milenios, del mil al dos mil, los socios fueron cambiando de aspecto, se empezaron a ver menos carreras de hormigas sobre su labio superior, las gafas de los señores dejaron de ser ahumadas, los cafés en la pecera ganaron en calidad (el café con Franco era requemado, malo, como beberse un cenicero, salvo que tuvieses suerte de pillar de la remesa cubana que mandaba el amigo Fidel Castro), se abandonaron poco a poco las corbatas y los puños de gemelo con cadenita de oro y las cabezas dejaron de relucir como espejos con aceite de brillantina de olor a violetas, que dejaba lamparones en la tapicería. Lo que no cambió nunca fueron mis ganas de ser socio y entrar, dejar recado de que si alguien me buscaba que como poco fuese porque se había declarado una Guerra Mundial y llamar «George» a todos, como hacen o hacían en los clubs exclusivos para caballeros del Pall Mall londinense para no equivocarse, pues nadie se acordaba de los nombres reales.
Para mí siguen existiendo, en el Casino, la niebla de la sala de fumadores y, a pesar de que hoy es un lugar claro y alegre, infinitamente mejor para la vista, aquellos rincones oscurísimos de la biblioteca y sala de lectura, donde imaginariamente podía figurar un letrerito con la célebre advertencia/amenaza de Immanuel Kant: «Atrévete a saber». Atrévete a ser socio de una de las mejores cosas que dejó España en los siglos XIX y XX junto a la red de Paradores y ejerce la «revolución fría», el ir contra todo lo que está mal en el mundo, que diría Chesterton, y entrar en un espacio atemporal donde todo tiene su sentido y el ritmo adecuado, que no es el de esta época enloquecida. No, nunca jugué al «chamelo», como sí han hecho y hacen mis familiares, con fichas de marfil y ébano en el Casino y me arrepiento, sin tener explicación plausible. Era mi sitio. Siempre fue mi sitio.
Y como ocurre con casi todo aquello a lo que estamos destinados, no se cumple.