MESA CAMILLA. Por Paco López Mengual.
Tal vez el haber sido durante tantos siglos tierra de frontera, el haber vivido mezclados en sus calles moros, cristianos y judíos, hizo que en Murcia germinasen todo tipo de disparatadas supersticiones y falsas idolatrías. Una de las creencias más perniciosas y extendidas por la ciudad achacaba el parto de mellizos a que la mujer había sido penetrada por más de un hombre, lo que llevaba a que algunas parturientas fueran repudiadas por sus maridos el mismo día que daban a luz a un hijo suyo y a otro del pecado. Como ocurrió en esa vieja historia de los gemelos del Puente Viejo.
Román, un acomodado comerciante de la ciudad, hombre supersticioso y seguidor de agoreros, profesaba ciegamente la creencia de que uno de los hijos nacidos en un parto doble era fruto del adulterio. Por ello, el día que su joven esposa anunció que se encontraba encinta, a Román comenzaron a embargarle todo tipo de temores. Inquieto en espera del día del parto, los nueve meses de embarazo le parecieron un lustro.

Quiso la fortuna que la noche del alumbramiento, el esposo se encontrara de viaje, porque tras dar a luz a un varón, la sirvienta que la ayudó en el parto le anunció que detrás venía otro hijo. Espantada por la situación, nada más nacer el segundo, sin siquiera querer ver a la criatura, ordenó que la envolviese en un trozo de tela y, aprovechando que era madrugada, la lanzase al río desde lo alto del Puente Viejo; de esta manera, sacrificando a un inocente, se despejarían las dudas de su marido y salvaría su honra y matrimonio.
Ya se encontraba la sirvienta en el puente, cuando vio aparecer a su señor a lomos de un caballo y detenerse junto a ella. Le había llegado la noticia de que su mujer había comenzado a trastornarse y emprendió raudo el regreso. “¿Qué escondes en ese fardo de tela?”, preguntó, al escuchar el llanto que salía del bulto que trataba de esconder la criada. Ante su actitud sospechosa, se bajó del caballo y descubrió el entuerto. Y entre sollozos, llantos y súplicas de perdón, lo confesó todo. El señor, sin perder la compostura, le pidió que le entregara al niño, regresara a atender a su esposa y que jamás hablara de aquel encuentro.
Román tomó al niño en brazos y cabalgó durante tres horas hasta llegar a casa de una familia conocida, dejándolo bajo su custodia antes de regresar.
Durante varios años, el matrimonio y su vástago vivieron felices, sin que el marido lanzara ningún reproche, ni la mujer confesara el terrible secreto que guardaba en su pecho. Pero cada vez que la esposa de Román cruzaba el Puente Viejo para pasar al otro lado de la ciudad, miraba desde lo alto las aguas revueltas del Segura y recordaba al hijo que murió ahogado en aquel punto del río; lo que le hacía sentirse aturdida y obligada a agarrarse al muro de piedra para no desfallecer.
El día que se cumplían los cinco años del parto, Román compró dos hatos de ropa idénticos y trajo a Murcia al hijo que, durante todo ese tiempo, había criado la familia amiga. Vistió a los dos con mucho esmero y hasta los peinó de la misma forma. Al verse uno frente al otro, los niños, asombrados por el enorme parecido, creyeron encontrarse ante un espejo. Entonces, hizo llamar a su joven esposa para que los contemplara juntos. “¿A ver si logras distinguir cuál es el hijo que amamantaste en tu pecho y cuál, el que ordenaste lanzar al río desde el puente? ¡¡Pecadora!!”. La madre, aterrada por la visión, con la mente confusa, perdió el sentido y cayó al suelo.
Román, que quedó con la custodia de los niños, a pesar de no saber cuál de los dos era su verdadero hijo, difundió la historia por toda Murcia. La esposa, que jamás volvió a recobrar la consciencia, repudiada por su marido, fue depositada en el convento de las Hermanas Oblatas, que recogían para su arrepentimiento a las mujeres descarriadas de Murcia. Durante los casi dos años en los que allí estuvo custodiada, su rostro inerte no llegó a mostrar ni una expresión de tristeza ni alegría; y una mañana de invierno, el estado de muerte en vida en el que se encontraba, le llevó a la muerte verdadera.
Cuando ya habían alcanzado la pubertad, uno de los gemelos, el que había crecido en el seno de la familia de adopción, siendo consciente de que las ridículas creencias y supersticiones de su padre habían sido las verdaderas culpables de la muerte de su madre, decidió darle un escarmiento. Un día, desapareció. Tras horas buscándole por toda Murcia, encontraron sus zapatos y sus ropas junto a la barandilla del Puente Viejo. Dentro de uno de los zapatos, se encontró una nota: vuelvo al fondo del río, de donde nunca debí haber regresado.
