EL MAR SAHARIANO II

CARTAS DESDE TOMBUCTÚ. Por Antonio V. Frey Sánchez

Mar sahariano. Foto: Antonio V. Frey

Querida Elena,

Te relataba en mi anterior carta de la sobriedad que encarna la unión del desierto y el océano a lo largo de la costa sahariana. Semejante belleza es también apreciable para quien tenga la fortuna de surcar sus cielos, como lo hacía Antoine de Saint-Exupéry, pues allí es aún más fascinante el contraste del ocre claro de la tierra y el azul del mar. Igual, aunque menos apabullante, resulta vislumbrar la costa desde mar adentro, como debieron contemplarla las tripulaciones de los submarinos alemanes que hacían uso del Saharakorridor que te referí, y que les permitía acelerar su travesía en superficie de vuelta del Atlántico sur, mientras disfrutaban del sosiego que transmite la monotonía de la costa del desierto.

Durante la Segunda Guerra Mundial siempre tuvieron cuidado de no alterar la neutralidad española, evitando una costa que en la guerra del 14 les había proporcionado algún que otro contratiempo. Resulta que en una visita a los chuij, los jeques de los Ulad Delim, en el Inchiri, ya en Mauritania, pude disfrutar de una historia extraordinaria que implicaba a la tripulación de un submarino alemán de la Kaiserliche Marine; una historia, amiga mía, que si no fuera por el contexto bélico en que se produjo, sería hasta divertida por lo anecdótico. Para probar que su relato no era producto de la imaginación de algún chej ocioso, tuve en mis manos una irrefutable prueba.

La cuestión es que Alemania, durante aquella contienda mundial, intentó siempre que pudo distraer recursos fundamentalmente a los franceses, a quienes tuvo en ocasiones en trance de vencer. Para ello azuzaron una revuelta de tribus saharianas en sus colonias de Senegal y Mauritania, al igual que estaban haciendo los británicos contra los turcos con T. H. Lawrence por medio. Con tal objetivo, enviaron submarinos a la costa para desembarcar armas y municiones para dotarla y oro conque comprar las voluntades de sus chuij. Los franceses, espías mediante, andaban detrás de tal tráfico con el propósito de conjurar la iniciativa germana. Así que compraron con más oro a aquellos jefes tribales y dispusieron varias compañías de la Legión extranjera a lo largo de la costa, que iban y venían frenéticas esperando interceptar a los alemanes después de algún soplo. Estos solían desembarcar su cargamento con nocturnidad en la preciosa costa de Arguin, hoy parque natural, no más de un centenar de kilómetros al sur de la plaza española de La Agüera. Esta costa está formada por interminables playas salvajes y unos cuantos estuarios sometidos caprichosamente a las suaves mareas atlánticas.

La anécdota que me contaron estriba en que un capitán poco avezado de u-boot se atrevió a penetrar dentro de uno de aquellos estuarios, con tal mala suerte que, al demorarse la descarga del oro, la bajamar hizo encallar al submarino en un banco de arena. Hubo que esperar unas horas a la pleamar. Y para acelerar el proceso, caballos, camellos y hombres muy estimulados por el dorado metal hicieron tiros para empujar la nave. Al final, la suerte de los germanos es que los enloquecidos legionarios llegaron cuando la nave ya navegaba libre, pudiendo escapar indemnes, no sin escuchar algún que otro disparo. Al igual que los negociantes beduinos que habían puesto pies en polvorosa con su recompensa.

Después de aquel incidente, los alemanes abandonaron su propósito y nunca volvieron por allí. Las tribus saharianas no molestaron más que lo habitual salvo los bravos Malainíes, quienes inmersos en su particular yihad, siguieron hostigando a los gabachos en venganza por la derrota y muerte años antes de su carismático chej; y con empeño, te lo puedo asegurar, pues en ello persistieron hasta los años cuarenta en que se refugiaron en el Sahara español.

Como recuerdo de aquel grotesco incidente, los chuij de los Ulad Delim conservan un lingote que enseñan, perdido su brillo, a los visitantes de confianza mientras narran las hazañas de sus abuelos.

Antonio V. Frey Sánchez

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