El juez al-Hadrami

CARTAS DESDE TOMBUCTÚ. Por Antonio V. Frey.

Querida Elena,

Fíjate que caprichosa puede ser la Historia que en las afueras de la pequeña localidad mauritana de Azugui está el túmulo del qadi (juez) al-Hadrami. Su nombre no te dirá nada, aunque roce la vocación de leyes que tanto me fascinó de ti. Pero fue un ilustre imán al que sus contemporáneos almorávides consideraron como el teórico fundamental de su movimiento político-religioso que, allá, a finales del siglo XI, a fuerza de conquistar todo el África Occidental, alcanzó la Península Ibérica para luchar, entre otros, contra El Cid. Célebre obra suya es una guía de soberanos con el nombre traducido de Tratado de buena conducta del príncipe, al estilo de la que más tarde compondría Maquiavelo. Ese tratado, que se hizo muy famoso entre la clase dirigente almorávide, sirvió para la educación de los jóvenes príncipes de la época.

El juez al-Hadrami murió en el año 1095, mientras el emir almorávide, Yusuf b. Tasufín, se batía contra castellanos, aragoneses y algunos taifas andalusíes que se negaban a aceptar su yugo. Falleció en la retaguardia del imperio que habían creado sus discípulos, y que se extendía desde los ríos Senegal y Níger hasta casi el río Ebro. Al morir en Azugui se siguió la costumbre de inhumarlo allí mismo. Y para ello erigieron un sencillo túmulo ovalado de mampostería de piedras trabadas con una sencilla argamasa cuando no en seco, es decir, sin nada. Dado que desconocemos de mucho de las costumbres funerarias de aquella época, creo que el túmulo, arquitectura no tan abundante, debió de ser una forma de homenajearlo, significándolo. El cementerio se sitúa en una pequeña colina que despunta de entre el –mitad anaranjado, mitad amarillento- entorno.

Mucho más pintoresca es la localidad donde se halla ese cementerio, Azugui; un pueblecito de amplio caserío disperso a lo largo de un simpático valle, recorrido por un wadi seco, que se encajona entre dos cadenas de cordilleras amesetadas a las cuales, a su vez, otros torrentes secos han agrietado con unos cuantos cañones milenarios muy pintorescos, propios de una película del oeste americano. El lugar es bastante más tranquilo que la bulliciosa cercana ciudad de Atar, capital de provincia, que se sitúa a unos siete kilómetros. Ambas disfrutan de una larga historia que las relacionan con el tráfico caravanero y, por supuesto, con el joven movimiento almorávide en época de juez Hadrami.

Acuérdate que las rutas caravanas hasta hace no mucho tiempo –e incluso hoy día, de alguna manera- eran las arterias por donde fluía el comercio, la riqueza y, hasta cierto punto, la vida del Sahara. Desde la época del califato de Córdoba, a los diferentes reinos de la España medieval llegaba oro y mercaderías de los países negros, el llamado Sudán, y a estos llegaba la sal de las salinas del Marruecos antiguo, así como otros productos manufacturados. Las rutas caravaneras unían dos mundos de un mismo continente, y, aunque también se emplearon para la guerra,  como el caso de los citados almorávides, que llegaron hasta Tombuctú y el río Níger, también sirvió para conducir exiliados granadinos y sus libros, allá, a finales del siglo XV. Por ello, no es de extrañar que en esa última ciudad todavía se hallen ocasionalmente magníficos manuscritos que un día durmieron en estanterías del último reino moro de España. Y, de hecho, es una paradoja, mi querida Elena, que sin el juez Hadrami y sus compañeros almorávides probablemente la Reconquista se hubiera completado en época del Cid, pues el empuje de los castellanos, que habían tomado Toledo en esos años, era imparable. Fíjate hasta qué punto nos une la Historia con la otra ribera del Estrecho.

Antonio V. Frey Sánchez

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