Mesa camilla, por Paco López Mengual
Recuerdo que, en más de una ocasión, durante aquellas noches de verano de mi niñez en las que los vecinos sacábamos sillas y hamacas a las calles para formar animadas tertulias, la aparición por la esquina de la inmensa figura de Antonio el de la Torrealta me hacía temblar de miedo y huir en busca de un refugio seguro. Sólo ver acercarse al gigante era motivo suficiente para abandonar el corro, subir de dos en dos peldaños las escaleras que conducían a mi casa, correr por el pasillo hasta la habitación del fondo y esconderme debajo de una cama. A pesar de que me habían repetido cientos de veces que se trataba de un gigante bueno, distinto de aquellos que devoraban niños en los cuentos, yo no abandonaba mi escondite hasta estar seguro de que el peligro había pasado de largo.
Cuando le conocí, Antonio debía de rondar los veinticinco años y superar con creces los dos metros de altura. Nos contaban que sufría gigantismo, una enfermedad que produce el desarrollo desmesurado de todo el cuerpo, en especial el de brazos y piernas; un trastorno que origina en quién lo padece el no cesar de crecer durante el resto de la vida. Además de este mal, el joven padecía una deficiencia mental que era palpable en los rasgos de su cara. Sólo de cuando en cuando, regresaba a dormir a su casa; era habitual que pasara las noches de verano cobijado en un portal, o con toda la longitud de su cuerpo extendido sobre una acera.
Desde que amanecía hasta bien entrada la noche, el gigante de la Torrealta se dedicaba a caminar sin descanso por todas las calles del pueblo. Pasaba una y otra vez por los mismos lugares. Los vecinos le daban agua cuando tenía sed o un trozo de pan o una pieza de fruta cuando mostraba hambre. Verano o invierno, viento o lluvia, nada impedía a Antonio salir cada día a deambular sin pausa por las calles y plazas de Molina.
Nos contaban que sufría gigantismo, una enfermedad que produce el desarrollo desmesurado de todo el cuerpo, en especial el de brazos y pierna
Su familia era de condición tan humilde que apenas podía sustentarle. Así que cuando alguien fallecía en el pueblo, la familia donaba las ropas del difunto para Antonio, que las recibía mostrando su gratitud con aquella eterna sonrisa. Pero su constitución era tan peculiar que nunca hubo un muerto de su misma estatura; lo que ocasionaba que los puños de las chaquetas le quedaban por los codos y los pantalones, rabicortos, cubriéndole sólo por debajo de las rodillas. Sus pies eran enormes y no existían fabricantes que confeccionaran zapatos de su medida. La única forma de calzarlo era cortando la cara de los zapatos que había donado la familia del fallecido, para que pudiera extender los pies en su interior, aunque para lograrlo hubiese que dejar sus dedos al descubierto. Unos dedos siempre sucios y sangrantes. La descomunal estatura y la andrajosa forma de vestir, los pies desnudos y el gesto bobalicón, unidos al caminar cansado, con los hombros caídos y los brazos colgando hasta las rodillas, dotaban a Antonio el de la Torrealta de un aspecto similar al que ofreciera en la pantalla del cine el mismísimo Frankenstein.
Verano o invierno, viento o lluvia, nada impedía a Antonio salir cada día a deambular sin pausa por las calles y plazas de Molina.
Los años fueron pasando y el cuerpo del gigante no cesaba de crecer. Nada podía frenar aquel continuo y desmedido desarrollo que le iba ocasionando el deterioro de su huesos; cada día andaba con mayor dificultad y apenas le quedaba fuerza en sus manos para sostener un vaso de cristal. Muy pronto, sus frágiles huesos comenzaron a quebrase, obligándole a vivir tendido en un camastro.
Antonio el de la Torrealta, el bondadoso gigante que paseara durante décadas su colosal altura por la calles de Molina, sembrando a su paso el horror en el imaginario de los niños, un día murió sin hacer ruido, de una forma muy distinta a como mueren los gigantes en los cuentos infantiles. Aún no había cumplido los 40 años.