Mesa Camilla. Por Paco López Mengual.
A algunos nos parece que fue ayer, pero hace ya cincuenta años que abrió sus puertas en Murcia El Corte Inglés.
Hace tiempo, corría por la ciudad una disparatada leyenda urbana que aseguraba que el ochenta por ciento de las personas que, un día laboral cualquiera y a las doce de la mañana, paseaban sin prisa por el interior de El Corte Inglés, eran funcionarios en horario de trabajo, escaqueados de sus puestos. Decían incluso que un grupo de estudiantes realizó un escrupuloso trabajo de campo, apostado con libretas en las distintas entradas al centro comercial, con el que elaboraron una jugosa tesis doctoral que, finalmente, fue vetada por la Universidad para no crear alarma social. Sin duda, habladurías.
Pero es cierto que El Corte Inglés siempre ha actuado como un imán que atraía de forma irresistible a los funcionarios de las distintas administraciones que tenían puesto de trabajo en la capital. Este hecho era un denominador común a trabajadores del Ayuntamiento, la Comunidad, el Estado y la Universidad; un factor que los cohesionaba. Tal vez el fenómeno se debía al increíble aire acondicionado del que siempre ha gozado el gran almacén en los meses de estío, o a la confortable calefacción en los más fríos. Sólo así se entiende la queja de algunos sindicatos de empleados públicos lamentando que El Corte Inglés no abriera sucursales, aunque fuesen más pequeñas, en todos y cada uno de los municipios de la Región.
Lo cierto es que si tú querías encontrar un artículo concreto y no disponías de tiempo para recorrer todas las plantas hasta encontrarlo, lo mejor era preguntarle a un funcionario dónde estaba un cazo con mango de madera que pudiera utilizarse en la placa de inducción o un juego de sábanas con el símbolo de Superman. “Sube a la tercera planta, toma el segundo pasillo de la derecha y, al fondo, en la estantería más baja, lo tienes”. Sin duda, un funcionario conocía mejor las existencias de la tienda que los propios dependientes.
No sé si será cierto, pero cuentan que hubo un político que, escandalizado porque todos los edificios de las diferentes administraciones estaban colmados a media mañana de bolsas con el anagrama de El Corte Inglés, propuso atajar de forma definitiva este escabroso problema con un original plan: cada día, a la entrada al trabajo, a cada funcionario se le graparía en la oreja un dispositivo similar al que se coloca a muchos artículos en las tiendas de ropa. Cuando el individuo intentara entrar en el gran almacén en horario laboral saltaría una alarma que le haría desistir, obligándolo a regresar a su lugar de trabajo. Así, de esta sencilla forma –el funcionario apenas sentiría un pequeño pinchazo y sólo le brotarían unas gotitas de sangre- el Estado atajaría este grave vicio funcionarial y frenaría de manera drástica el absentismo laboral.
Pero, en fin, todos sabemos que el asociar a El Corte Inglés con los novillos de los funcionarios era solo una disparatada leyenda urbana. Una ocurrencia.