El Bando

Delante y detrás de las peceras

Fotos de Inés Gabriela Gutierrez
Texto de José Antonio Martínez-Abarca

Lo bueno o lo malo de las tradiciones es que son muy poco tradicionales. Una cosa que se hace un año y al siguiente ya es considerada en España una tradición. Estamos deseando colocar la etiqueta de tradición en cualquier evento, como los vanidosos franceses que están deseando colocar alguna medalla concedida por el Estado en cualquier pecho. Las tradiciones cambian bastante. Si no de año en año, sí de lustro a lustro. Por ejemplo, el Bando de la Huerta. Tradición donde las haya en la capital de la Región, se podría pensar que en cada una de sus ediciones los participantes tratan de hacer exactamente lo mismo del año anterior: seguir una especie de rito, o rígido, aunque entrañable protocolo. Que es lo que se le pide, como es natural, a las tradiciones para que sean consideradas como tales. Nada más lejos. 

El Bando de la Huerta es una tradición, señoras y señores, antitradicionalista. Una tradición progresista, podríamos decir. ¿Me gusta que el Bando de la Huerta sea una tradición progresista que, por cierto, me alegra que me haga usted esa pregunta? Digamos que a mí el progresismo me gusta más bien poco. Soy un nostálgico, supongo, de cuando el Bando de la Huerta consistía en pasearse por la Trapería arriba y abajo, rumbo al aperitivo y antes del desfile, donde salí un año metido en un lebrillo gigante de cartón piedra y otro en una pequeña tartana que ponía «Zarandona».

Yo soy un reaccionario integral. Soy de la avanzadilla de los reaccionarios. Incluso soy un reaccionario antirreaccionario: me opongo a ciertas morales religiosas con tufillo a siglo diecinueve, pero no porque yo sea un hombre de mi tiempo y me guste la actualidad, sino al contrario, porque soy partidario del siglo dieciocho, cuando la moral era mucho menos rigorista e, incluso, como argumentó valientemente la escritora Carmen Posadas en el Real Casino de Murcia, había mucha más libertad de pensamiento y más aceptado libertinaje incluso para las mujeres que luego, en el siglo diecinueve, cuando se nos impuso la moral protestante, la cual dura hasta hoy. Como me tiene dicho el poeta Álvarez de Cartagena, «el sexo se acabó con el Antiguo Régimen». No se refería al Régimen de Franco. 

Pero volvamos al Bando de la Huerta. Es una tradición que, como digo, progresa mucho. Quiero decir que cambia, que sintoniza con las nuevas sensibilidades que en cada tiempo son, que, como diría el actual presidente del Tribunal Constitucional, Conde-Pumpido, no tiene problema en manchar sus zaragüeles y refajos con el polvo del camino. Que se moderniza constantemente, vamos. En mis lejanos tiempos, que fueron de transición en esta fiesta, el Bando de la Huerta estaba dejando de ser una cosa todavía un poco formal, un poco encorsetada, nunca mejor dicho, tímidamente soliviantada aquí y allá por baby boomers que aún estábamos tan apegados a las normas y éramos tan ingenuos y bien mandados que jamás llevábamos las medias de repizco por los tobillos, nos poníamos una apretada y ancha faja enrollada desde la ingle al pecho que nos impedía respirar sólo porque nos habían dicho que hacía auténtico y portábamos una pipa de mentira o de verdad en la boca. Era muy cómico ver a todos esos jovencitos con una rancia pipa de nuestros abuelos colgando de los dientes. 

Pero eso estaba cambiando ya entonces. Se empezaba, muy tímidamente, a ver a la primera gente muy descompuesta y bastante perjudicada a partir de las cuatro de la tarde, aunque aún no se había llegado a lo de las chicas vestidas de huertano. Si alguien hubiese propuesto esa idea le hubiesen tomado por loco. Aún, el Bando de la Huerta no era como unos sanfermines sin toros. Como digo, lo suyo era hacer de aquello una especie de domingo en martes, un domingo un poco más entretenido, cuando tras las peceras del Casino se admiraba la calidad de aquellos trajes de huertana que pasaban y que, en la inmensa mayoría de casos, nadie había comprado en ninguna tienda, sino que se habían heredado de las bisas y de las tataras. 

En las calles estábamos los de siempre, los que nos conocíamos, los de «la almendra» de lo que entonces se conocía, en célebre pintada en azul en el muro del convento de Las Claras, como «zona nacional». La huerta de verdad, y no la churubita, tenía su momento en el desfile por la tarde y poco más y, desde luego, no había turismo extranjero ni gente exótica. Hoy lo que hay ya tiene muy poco que ver con aquello. Hasta las caras de todo el mundo han cambiado, como si fuese otra ciudad y otro país. Si no fuese por el desfile y el disfraz, a veces muy conseguido (porque hoy mucha gente de posibles sí se deja un buen dinero en él), podría ser una fiesta intercambiable con cualquier otra. Igual que el Jueves Santo ya no se puede distinguir de una Nochevieja, salvo por los nazarenos que están a otra cosa y la ausencia de esmóquines por la calle. 

Yo llegué a ver en mis tiempos a la policía llevarse detenida a gente por hacer un comentario supuestamente gracioso al paso de la oscuridad en las calles, mientras el Señor Nuestro Dios moría durante el Jueves Santo, aquel día asumidamente cementerial que olía a humedad de ataúd. Si aplicáramos la misma vara de medir y los cánones de las tradiciones de antes a las actuales, el Bando de la Huerta supondría una inmensa redada policial y la mitad de la gente dormiría en el cuartelillo. Pero todo cambia, todo se viene y todo se va y las tradiciones mucho más, porque las tradiciones son lo menos tradicional de todo; y de lo que vivimos durante lo que hoy nos parece un suspiro no queda ya ni el aire de la época.

José Antonio Martinez-Abarca.

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