Por José Antonio Martínez-Abarca. Fotografías: Elena García.
Yo no sé si a la «procesión de las palmas» se la sigue llamando en Murcia así, «procesión de las palmas». A todas las personas a las que se lo podría preguntar ya murieron o bien no las conozco lo suficiente como para molestarlas. En realidad, no recuerdo esa procesión en concreto, como no recuerdo haber salido nunca, como procesionista, en ninguna. Mi familia no ha sido nunca muy imaginera. Sé que las personas mayores hablaban de ella, de esa «procesión de las palmas», días antes de que llegase, como hablaban de cada día señalado del año litúrgico, lo cual daba una suave y entrañable cadencia de metrónomo al paso de fechas y estaciones. Sé, eso sí, que cuando llegaba la mañana del Domingo de Ramos murciana, una mañana que antes era ligeramente fresca y no era raro que a los niños se nos pusiera con prendas de abrigo, me compraban un objeto mágico, que para mí era una especie de espada erizada de puntas, una rama de palmera joven y flexible de color amarillento, más excitantemente peligrosa cuanto más recientemente cortada estuviese. Y con eso me paseaba por la calle con mis hermanos, molestando por supuesto a los viandantes.
A mi hermana en vez de una larga palma le daban una especie de floreado lazo hecho del mismo material vegetal, que parecía uno de aquellos tundidores de colchones que había antes, cuando la gente «espolsaba» los colchones en las ventanas, daba igual la gente que pasara por la calle, para quitarles el polvo y los posibles bichos -había muchos bichos por todas partes, a los que echo de menos-. Como digo, la palma hecha para la presunta «procesión de las palmas» que no recuerdo haber visto nunca (no así todas las demás, de las que guardo vívidas imágenes) era, fuera de su significación litúrgica, nuestro bastón lleno de propiedades, nuestra vara sagrada del mago Gandalf, unos pocos años antes de que «El señor de los anillos» fuese traducido al castellano y yo pudiese leerlo. Tras habernos paseado un rato, terminábamos en la mañana del Domingo de Ramos, por supuesto, dándonos de palmerazos, de los que sólo se libraba mi hermana, porque su lazo/tundidor de colchones no era un arma adecuada frente a las nuestras.
Los terciopelos verdes de los nazarenos del Domingo de Ramos marcaban para mí el comienzo de la Semana de Pasión, en torno a la Catedral y la calle Trapería
Aquellas batallas de palmas eran una bonita forma de introducir a la infancia en unas Santas Escrituras que daban a esos objetos un significado opuesto, pacífico, elevado. Cuando se recibe al Hijo de Dios con palmas y olivos. No creo que ningún sacerdote se hubiese opuesto a aquél uso recreativo y ligeramente irrespetuoso. La Iglesia Católica, si por algo se ha caracterizado tradicionalmente, es por introducir sabiamente la Palabra de Dios a través de cualquier medio que fuese efectivo, pagano o no, como las procesiones con pasos de madera, que explican las Escrituras sin palabras al Pueblo. O como el uso bélico, en manos de la infancia, de lo de recibir al Señor con las palmas y olivos, teóricos símbolos de paz y amor, palmas que la Iglesia utilizaba para quemarlas y destinarlas al «miércoles de ceniza» del año siguiente. El caso es que aquella mañana del Domingo de Ramos era, digamos, el domingo entre Domingos y el paseo por la Trapería antes y después de misa adquiría la calidad de un ritual inexcusable. Se podía faltar otros domingos al paseo, se podía utilizar la mañana para irse a una matinal del cine, nunca en éste. Mi madre, que nos hacía ir a todos los hermanos y todos los días de punta en blanco y completamente entregada a la modernidad de «boutique» de los años 70, se esmeraba especialmente en el Domingo de Ramos.
En la atardecida de ese domingo sí asistía de niño a la que por entonces era la primera procesión multitudinaria del año litúrgico en Murcia. Del anterior Viernes de Dolores sólo escuché hablar muchos años más tarde, cuando dijeron que salía en una procesión de nuevo cuño el torero Ortega Cano, y otros matadores de toros. Los terciopelos verdes de los nazarenos del Domingo de Ramos marcaban para mí el comienzo de la Semana de Pasión, en torno a la Catedral y la calle Trapería. La iluminación de las calles, de todas aquellas en las que había algo que pudiera llamarse iluminación, era mucho más débil e infrecuente que en la actualidad. Dejaba mucho más espacio al misterio, y también al Misterio con mayúsculas. Las bombillas eran anaranjadas, lo cual hacía que la ciudad de noche apareciese en general color sepia, salvo los espacios de una negrura intensa, en los que había que aventurarse. No era raro que, sin haber un apagón, la gente de mayor edad llevara una vela en el bolso, para iluminar los últimos pasos hasta su portal. Con la sociedad del bienestar y todo eso, ese sepia nocturno desapareció y sólo volví a encontrarlo en La Habana vieja que, de noche, roídos todos sus colores pastel y apagado el mar, con unos cuantos faroles de hierro aquí y allá, parece una ciudad castellana.
Los nazarenos en aquellos domingos de Ramos llevaban las sandalias blancas de polvo y algún borracho que desfilaba junto a los perros callejeros detrás de la banda de música era cogido del pescuezo por algún guardia. Todas las ancianas sentadas en sillas de tijera de madera llevaban aquellos vestidos de oscuros estampados en rayón que hoy se ven mucho menos o no se ven en absoluto. La calle Trapería era bastante penumbrosa en aquellos años, y todavía parecía que, ante el paso por delante de las procesiones nocturnas, las «peceras» del casino cesaban en su alegre resplandor dorado hasta que sus luces eran apenas una fibrilación con la intensidad de una luciérnaga. Aunque eso corresponde, tal vez y excepto en la acostumbrada tiniebla del Jueves Santo, a las emotivas falsificaciones de la memoria.