PINCELADAS. Por Zacarías Cerezo.
Cómo se produce la creación artística es un misterio, y las circunstancias en las que se genera una obra son tan diversas como diversos son sus autores. Cada artista se maneja entre ritos y manías, que a veces son sorprendentes.
Por lo que a mí respecta, no tengo más manía que empezar a trabajar a primerísima hora y ver amanecer mientras pinto, tras dos tazas de café que tomo con un intervalo de 15 minutos. Nada extraordinario, si tenemos en cuenta que el escritor Honore Balzac tomaba 5 tazas de café antes de ponerse a escribir.
Pero leyendo Rituales cotidianos, de Manson Currey, sobre cómo trabajan los artistas, me sorprende cuántos literatos prefieren escribir en la cama, algo incomprensible para mí. Es el caso de Voltaire, Descartes, Edith Sitwell, Francisco Nieva o Truman Capote, este último siempre con una taza de café a mano y fumando un cigarrillo tras otro. Beethoven, otro cafetero, tenía la obsesión de que su café matutino debía contener exactamente 60 granos, para empezar a componer. Thomas Wolfe, otro adicto al café, comenzaba a escribir en torno a la media noche, pero su mayor extravagancia era que, cuando perdía la inspiración, se desnudaba y la encontraba tocándose los genitales. Benjamin Franklin tomaba “baños de aire”, o sea, se desnudaba para escribir. Víctor Hugo también prescindía de la ropa cuando buscaba concentrarse. Schiller, sin embargo, se motivaba para escribir oliendo las manzanas podridas que siempre tenía en su escritorio.
Otros, buscando un estado propicio, ponen en grave riesgo su salud, como Marcel Proust, que trabajaba respirando polvos opiáceos. Su alimentación no podía ser peor: dos vasos de café con leche y dos croissant diarios. Sartre masticaba una mezcla de anfetamina y aspirina. A Francis Bacon le gustaba pintar ebrio o con resaca, decía que así pensaba con mayor claridad.
Los hay que han hecho de su vida un peregrinaje continuo, como Nietzsche, que caminaba para pensar, hasta ocho horas al día. Portaba pequeños cuadernos y anotaba sus reflexiones, así escribió El paseante y su sombra. Lo mismo hacía Rousseau; su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres lo escribió caminando.
Otros prefieren rodearse de agua: Woody Allen resuelve los problemas de sus guiones bajo duchas de 45 minutos, y el escritor británico Somerset Maugham trabajaba en la bañera.
Punto y aparte son los místicos, como Balthus, que meditaba varias horas ante el lienzo antes de comenzar a pintar. Pero el más entrañable, y más coherente con su condición de religioso, me parece Fray Angélico que, según Vasari, se arrodillaba para pintar a la Virgen y cuando pintaba un crucifijo lloraba. Decíase que no necesitaba corregir, porque sus pinceladas eran guiadas por Dios, aunque los estudios de su obra lo desmienten. Siempre rezaba antes de ponerse a pintar.
Es evidente que la personalidad de cada uno de ellos, sus manías y virtudes tienen reflejo en sus obras: véanse y comparen, si no, los cuadros de Francis Bacon y los de Fra Angelico.