Por Antonio V. Frey Sánchez.
Querida Elena:
No te puedes imaginar la extraordinaria aventura en la que me he embarcado y que espero poder relatarte si estas cartas consiguen llegar a tu poder. ¿Por dónde empezar? Ah, si estuvieras aquí y pudieras atisbar esta grandiosidad tan aparentemente vacía. Si pudieras sentir esa mezcla de ansiedad y fascinación propia de los viajes y, en este caso, la absoluta ausencia de una acuciante necesidad de llegar a ningún destino. Porque donde me hallo, en pleno desierto del Sahara, el destino no es una marca geográfica, sino un designio providencial.
Incluso puedes llegar a enamorarte de esa soledad, porque te regala momentos inamovibles en el recuerdo
Querida Elena, siento una extraña fascinación por este sitio. El desierto es la nada de la Tierra. Pero, como comprobarás a través de estas cartas, en él también se halla todo lo que no puedes esperar detrás de cada horizonte inmutable, que se empeña una y otra vez en convencerte que todo seguirá igual en esta terrible tierra labrada por el Sol y regada por la Luna. Algunas nubes rompen esa monotonía, mientras el viento hace rolar montoncitos de fina arena entre el pedregoso suelo, poniendo en un aprieto a las pocas matas espinosas que milagrosamente nacen entre las piedras. A veces, ese viento susurra rompiendo el silencio; entonces, parece transportar palabras venidas de los cuatro ángulos de la Tierra. E incluso de más allá. Ahora entiendo por qué los anacoretas hacían del desierto su morada. Es fácil que la oración sea más íntima y personal cuando estás en medio del desolador silencio de la nada. Incluso puedes llegar a enamorarte de esa soledad, porque te regala momentos inamovibles en el recuerdo. Este otoño, a nuestro paso por la entonces florida llanura del Tiris pude apreciar, conmovido, en lo alto de una de sus colinas, la materia de la soledad más absoluta, sólo espantada a mis pies por las oraciones, implorando baraka, que hacían mis compañeros de viaje, los beduinos, a uno de sus más insignes poetas, Mohamed al-Maami, enterrado en una sencilla tumba de arena y piedras.
Recuérdame que te cuente qué es la baraka y cómo he descubierto que en los más insospechados lugares de nuestro mundo existen hombres ungidos por Dios.
Mientras hacemos kilómetro tras kilómetro me cuentan estos intrépidos hombres del desierto, pertenecientes a la tribu Bericalá, que ahora la vida es más fácil. Desde que las carreteras han sustituido a las pistas de arena, los accidentes son menos frecuentes y la posibilidad de perderse, como preludio a una muerte segura, es cada vez más remota. Nos cruzamos a veces con máquinas y otras bestias cargadas que surcan estas modernas rutas caravaneras. En el Sahara, la carretera es la arteria de la vida artificial, mientras que en el interior subsiste la vida original. Por eso, eludir el camino de asfalto es una invitación que no se puede rechazar, porque en su final hay siempre una parada en la que descansar y saborear otro trozo de la nada en donde tanto abunda en el día, pero también durante la noche, al calor del fuego. Pero, si acaso, el momento más íntimo llega a la hora de dormir, cuando domesticadas las ascuas, la bóveda celeste se manifiesta con todo su esplendor y tomamos consciencia de que no somos más que gránulos de arena en el infinito cosmos. Sidi -me inquiere un beduino– ¿Qué crees que habrá en las estrellas? Gente como nosotros -le contesto-, preguntándose si nosotros también existimos.
Es tarde. Voy a dormir. Mañana seguimos ruta. Un viejo santón de los Kunta nos espera. Allí nos colmará de bendiciones; las mismas que te deseo, mi querida Elena, desde el lugar más apartado del mundo.
Antonio.