Cartas desde Tombuctú. Por Antonio V. Frey
Querida Elena,
La muerte, ese fatal umbral al que tanto han cantado poetas y por el que algunos suspiran y todos tememos, está presente vivamente en el desierto. Merodea a cada uno de sus habitantes y visitantes y, cuando apresta las circunstancias, acecha sus debilidades hasta seducirlo y hacerlo suyo. Te hablo de la muerte porque, ya que nos adentramos en el mes de los muertos, quiero contarte, mi querida Elena, sobre ese destino final aquí, entre la soledad de las arenas y las piedras.
Sabes que mis investigaciones sobre el mundo funerario y el homenaje a los difuntos en la Edad Media me trajeron a estudiar esas costumbres en los habitantes del Magreb de los cuales, en cierta forma, intuía que tenían que estar reproduciendo esquemas culturales más antiguos provenientes de al-Andalus. Y efectivamente, así he podido comprobarlo, estableciendo interesantes paralelismos que pronto se publicarán. Durante años de trabajo he visto desde grandiosos mausoleos erigidos para antiguos emires y preeminentes santones, en ciudades como Fez o Marrakech, hasta sencillas tumbas en medio del desierto; desde unos marmóreos, solemnes y diariamente visitados, hasta otros sencillos –dos piedras, si acaso-, prácticamente inadvertidos en medio de las dunas o del páramo rocoso, quizá anhelando el fugaz recuerdo de sus familiares o descendientes.
Lo que une a muchas de estas tumbas es que están dotadas de un aura mística de naturaleza sufí, donde descansa su carisma y su poder de atracción. Mis amigos beduinos me refieren la baraka como el talismán etéreo que Dios, en su infinita misericordia, impregna a quien visita a esos hombres santos ya sea en vida o en su eterno reposo. Sin esa baraka las tumbas son simples hitos tribales, antiguamente necesarios para delimitar las áreas de nomadeo y pastoreo, y hoy, con los beduinos muy sedentarizados en un mundo cada vez más urbano, bajo la amenaza del olvido.
En el Sahara no hay día de difuntos, sino que cualquier día es bueno para visitar a los muertos. En las ciudades del Norte, en cambio, donde los cementerios son más complejos en su arquitectura, todavía se sigue la costumbre de pasar el día e, incluso, comer junto a la tumba del familiar, tal y como hacían los habitantes de al-Andalus hace más de quinientos años. En el desértico sur los cementerios son más sencillos. Dado que la necesidad apremia, allí hay poco tiempo para la conmemoración o el homenaje, salvo en el caso de los grandes patriarcas tribales, a quienes honran con concurridas romerías una vez al año; es el día “nacional” de la tribu. Fiesta mayor; se intercambian noticias, en asamblea se reciben directivas de los líderes e imanes, se conciertan matrimonios y se celebra la vida a lo grande; con la sencillez del beduino, pero con generosidad hasta con el forastero. Otras veces, como ocurría al Norte, en las cercanías de Sidi Ifni, el morabito donde reposa el santón es el hito donde se reúne semanalmente el mercado tribal.
En su pobreza, o en el declive de la tribu, hay necrópolis descuidadas, cuando no abandonadas, porque no quedan recursos ni personas para su mantenimiento. Imposible no conmoverse ante la soledad y abandono de esos enterramientos totalmente decadentes. Es el aviso de la caducidad de las ambiciones de trascendencia; de que todo en nuestra vida, mi querida Elena, hasta el recuerdo, no es para siempre. Al final, el silencio, los escombros y la arena acumulada son las únicas evidencias de un lugar común que, un día, paradójicamente, llegó a reunir mucha vida.
Antonio.