CARTAS DESDE TOMBUCTÚ. Por Antonio V. Frey Sánchez
Querida Elena:
Necesito hablarte otra vez del desierto. Necesito hablarte otra vez de la inquebrantable soledad sólo rota por el rolar del viento, de la ocasional sucesión de nubes y del imponente dominio del astro solar cuando no da paso al nocturno imperio de las estrellas –todas las estrellas posibles que puedas imaginar– en esa preciosa noche en que ninguna nube telonea la bóveda celeste. Como ya te conté, el desierto, en su soledad, en su inabarcable vacío, invita a la introspección; sobre todo cuando es un espíritu sediento de respuestas el que lo confronta. Hay varios parajes en nuestra antigua provincia del Sahara que poseen un especial magnetismo difícil de explicar, y que no hacen sino estimular ese ejercicio interior. Uno de ellos es la gran duna roja de Akhfennir; una duna fósil que dejó un día de vagar por entre la planicie costera, para asentar sus impresionantes altos no muy lejos de donde un día se erigió la torre de Santa Cruz de la Mar Pequeña.
Te preguntarás a qué torre me refiero. Pues debes saber, querida amiga, que esa torre fue erigida por los castellanos que acababan de incorporar las islas Canarias a la Corona de Castilla, allá, a finales del siglo XV. No se sabe muy bien si para controlar o comerciar con las tribus locales, pero sí sabemos que se concretó en una gran torre de piedra, de la que hoy día únicamente subsiste su basamento que la arena costera intenta escamotear permanentemente de la vista del visitante. El lugar elegido no pudo ser más hermoso. Es la laguna Naila; un amplio y precioso estuario sojuzgado por los altos y bajos de las mareas atlánticas. Un ancho brazo de arena lo protege del oleaje, haciendo que sus aguas sean un remanso de paz, en el que bandadas de aves migratorias, que discurren entre África y Europa –algunas de las cuales hermosean los cielos de nuestra ciudad–, hacen estadía.
La gran duna roja, como te comentaba, se encuentra muy cerca, a unos veinte kilómetros desierto adentro. En un páramo tranquilo a donde los grandes santones sufíes acudían a meditar, orar o encontrarse con Dios a través de sus trances. Se trata de una formación arenosa muy compacta que parece una colina por su forma y altura. Unas pocas jaimas de pastores salpican sus pies. En los contornos dejan campar sus rebaños, mientras ellos intercambian noticias, entablan conversaciones o cultivan su propia meditación. Allí, como en toda esa tierra, el extranjero es bienvenido si acude con respeto, y más aún si acompasa su introspección a la espiritualidad del improvisado y constante cenobio que evoca al Sinaí.
Caída la noche, y después de compartir unas sencillas viandas regadas con el ceremonial té, una vez que todos descansan, decidido, el buscador encamina sus pasos en busca de respuestas, bien provisto de luz, abrigo… y el equipaje de su alma. La subida, entre arena compacta, es suave y no reviste mayor penitencia que la paciencia exigida. Trascurrida media hora se hace una cumbre amplia y desprovista de vegetación. Esa noche reina una tenue brisa nocturna que ocasionalmente rompe el silencio con su rolar. No hay luna ni nubes, y las estrellas cuajan el firmamento como inmóviles luciérnagas tintineantes, trazando pulcramente el negro horizonte. Varias estrellas fugaces parecen empeñarse en demostrar que la vida está arriba y no aquí en la oscura Tierra. Parece un sueño. Todo está al revés, pero lentamente cobra sentido. Es fácil el trance cuando se trata de confrontar la grandiosidad de la naturaleza y el espíritu del hombre. Acomodado, las emociones fluyen. Una luz interior, tal vez Dios acariciando el alma, no tarda en manifestarse. Hay noche por delante. Ya te contaré…