SALUD EN EL ANTROPOCENO. Por María Trinidad Herrero
Sin abundar sobre la teoría de la relatividad o la de cuerdas, aceptamos que vivimos en un espacio euclidiano tridimensional. Cualquier objeto puede ser ubicado en base a medidas de anchura, altura y profundidad; lo situamos cerca o lejos y lo podemos imaginar rotado en el espacio. Esta capacidad de ver en el espacio y de reconocer imágenes es cuestión de práctica para que nuestros circuitos cerebrales se entrenen y aprendan a ver y mirar. Y entonces, como si de magia se tratase, se identifican imágenes o palabras con un golpe de vista.
Estudios científicos afirman que, en temas de orientación espacial, la mayoría de los varones son más hábiles que la mayoría de las mujeres. Quizá porque los chicos aprenden jugando con legos, puzzles o circuitos de carreras. Se entrenan a ver en el espacio tridimensional y a leer mapas. Las chicas también desarrollan capacidades para juntar letras que, aunque estén en desorden, puedan adquirir el significado de una palabra. Estas pericias las aprende el cerebro y después “trabaja solo”, siendo muy útil en la vida cotidiana.
En Israel, cerca de Nazareth, en Kafr Kanna, el pueblo de Caná, hay dos iglesias que conmemoran el primer milagro de Jesucristo: la conversión del agua en vino. Una iglesia es el santuario cristiano ortodoxo, de gran riqueza ornamental y activo “merchandising”. La otra, más espartana, cerca de la capilla de San Bartolomé, es cristiana católica. En su patio de entrada, labrado en la piedra, se puede leer “Implete hidrias aqua” (“Llenen de agua las tinajas”). En el interior del templo llama la atención el silencio, que corta el aire, y la estricta sobriedad. Sobre la entrada, en el primer piso, el humilde coro está rematado por una sencilla baranda de hierro. Al mirarla, se antoja que en los barrotes centrales hay algo escrito. Si se es de habla hispana, se ha frecuentado Guipúzcoa y se está familiarizado con los apellidos vascos, no es difícil de intuir y leer “Antonio Elósegui”. Pero ¿por qué ese nombre allí? Al comentarlo con el párroco franciscano, muy contento y agradecido, nos confesó que había estado tres años pensando en que idioma estarían escritas aquellas letras a las que no encontraba significado, aunque ahora las identificaba claramente.
Pero ¿por qué ese nombre allí, en Caná? ¿Sería el artista que forjó la baranda? No, don Antonio Elósegui Lizargarate (1834-1905) fue el famoso creador de las boinas Elósegui de Tolosa. Su biografía relata que destacó por ser un gran emprendedor e innovador vasco, nacionalista y carlista, del siglo XIX. Por modernizar los procesos de manufactura, aplicando los avances de la tecnología industrial e incrementando la calidad y cantidad de su producción, fue galardonado con Medallas de Oro al mérito industrial en Bayona, en París y en Zaragoza.
En el interior del templo llama la atención el silencio, que corta el aire, y la estricta sobriedad.
Don Antonio era un ferviente católico. Hizo múltiples obras de caridad mejorando la vida de sus conciudadanos y, desinteresadamente, cedió a Tolosa los derechos de explotación de la producción eléctrica del manantial de su propiedad para proveer de luz a todos los habitantes. Donó material y fondos a la Casa de Misericordia, al Santuario de Izaskun y a las Siervas de María de Tolosa.
Don Antonio Elósegui, con altas dotes de genialidad y creatividad, fue un hombre bueno y cabal cuyo compromiso social no conocía fronteras. Fue un empresario comprometido que aplicó los preceptos sociales de rectitud descritos en la encíclica “Rerum Novarum” por el Papa León XIII, al que visitó en Roma. Y, en 1892, se dirigió a Tierra Santa donde está documentado que hizo donación de la verja del Santuario de la Anunciación de Nazareth. Sin embargo, no se hace referencia a la baranda del coro de la Iglesia de Caná donde está escrito su nombre. Si visitan Caná, no olviden dirigir la mirada hacia la baranda del coro y recordarle.