LA CARA B. Por Antonio Rentero.
La civilización siempre se ha demostrado recurriendo a la palabra para resolver las controversias, arrinconando la violencia y haciendo innecesario el triste impulso del progreso basado en mejorar las armas propias para vencer al oponente. En su lugar, el diálogo, el intercambio de pareceres y la conversación son preferibles para que sean los argumentos y las palabras los que se crucen y alcancen no la derrota del contrario, sino el enriquecimiento mutuo de los intelectos confrontados.
Mis paredes han conocido a generaciones de murcianos que se han refugiado entre las maderas, las cortinas y los cuadros que las visten para entregarse al cautivador poder de la palabra como única herramienta de combate, entendiendo este como una mera contraposición de voluntades, memoria e ideas convertidas en palabras. Pero no han sido solo palabras lo que a veces se ha blandido en estos salones.
Aceros largos y flexibles; punciones, fintas y estocadas; defensas, bloqueos y avances; pies que brincan, manos que se agitan, caderas que buscan el equilibrio; petos acolchados, rostros enjaulados, guantes que ya no se arrojan al rostro.
Porque siglos atrás el motivo para cruzar aceros era una afrenta y de las dos partes sólo una podía salir victoriosa y la otra derrotada. No era esto lo que buscaban mis socios, al contrario, su pretensión era ennoblecerse mutuamente recurriendo a acometer como práctica deportiva y saludable lo que antaño fue una disciplina de muerte y dolor. Qué mayor triunfo para la civilización que acoger en una institución noble y serena una guerra convertida en actividad física e intelectual, inofensiva y estimulante.
Qué mayor triunfo para la civilización que acoger en una institución noble y serena una guerra convertida en actividad física e intelectual, inofensiva y estimulante
Bueno, inofensiva… algún golpe terminaba llevándose siempre alguien, pero siempre involuntarios, nunca agresivos y en ocasiones hasta convertidos en motivo de presunción, en rastro de una agresión sometida al control de la voluntad y el consenso. Un moratón tan presumible como el que tu mejor amigo te proporciona accidentalmente en la espinilla en el partido semanal de futbito. Quizá se pueda presumir menos de ese tipo de moratones. Una afrenta, en cualquier caso, que no se lava con sangre sino con el refrigerio posterior de hermandad y repaso de los errores cometidos y los aciertos alcanzados, mientras sables o floretes cruzan el aire silbando, y la fragua metálica de la guerra domesticada resuena en un salón con lucernario y cuadros con mujeres murcianas que se asoman a duelos domesticados.
Vestidos de blanco y con el gesto cubierto tras una rejilla, las figuras se acometen, lanzando sus flexibles varillas desde manos protegidas con cazoletas que resuenan con los golpes. Sus pasos, zancadas y apoyos trazan dibujos rectilíneos en una danza de requiebros tras los formales saludos de rigor. Los brazos apuntan la dirección del impulso del acero, las muñeca giran buscando el cuerpo o alejando la llegada del emisario metálico. Es una danza que antaño sería más tosca (estaba la sangre, el honor, la vida en juego) y hoy deviene en coreografía estilizada, elegante y musical, pues hasta el entrechocar de las armas queda convertido en melodía.
Una improvisación de acero y aire que queda cortado y atravesado, por fortuna ya sólo como actividad recreativa con la que mis socios se ejercitaban y disfrutaban de una actividad lúdica. Victor Hugo decía que Dios hizo a los gatos para ofrecer al hombre el placer de acariciar a un tigre, y tal vez en este salón, y sobre un pasillo que limita el recorrido de los tiradores, mis socios amantes de la esgrima han podido saborear de manera civilizada y con el menor de los peligros la experiencia del combate con arma blanca.
Soy el Real Casino de Murcia y, bajo mi techo, ha habido socios que han cruzado sus aceros con tanta pasión como ánimo pacífico.