CICUTA CON ALMÍBAR. Por Ana María Tomás.
Se conocieron en un crucero para singles. Almas todas solitarias de pareja. Algunas por elección propia, otras por imposición. Algunas felices de haberse sacudido de su vida, por fin, al capullo o a la insufrible de turno; otras, angustiadas por haber perdido el amor, dolidas por la traición de la infidelidad o el zarpazo de la muerte.
A pesar de estar de vacaciones, ella buscaba refugio cada mañana, tras el abundante desayuno en el buffet libre. Lo hallaba en un apartado lugar en una de las cubiertas. ¿Para qué? Para escribir algo en un cuaderno o meterle el ojo a algún libro. Él la observaba a cierta distancia. Claro que había hablado con ella en varias ocasiones. Le gustó desde el primer momento que le dijo: “Hola, soy Mara”. De eso se trataba en ese tipo de viajes: de intercambiar impresiones, de ver si se encaja con los gustos o la personalidad de alguien y, desde luego, de olvidar redes sociales para entrar de lleno en el olvidado trato cuerpo a cuerpo. Alguna vez, a la hora de comer, intentó sentarse junto a ella, pero había algo que lo detenía, se la veía con una clase de la que él se sabía carente, y se la escuchaba hablando con palabras que él deducía por el contexto pero que no sabía realmente su significado.
Ambos sonrieron al verse tan complementados y de inmediato hicieron pareja durante toda la noche
Una de las noches, en el estipulado “baile años 80”, la fortuna quiso unirlos a través de sus disfraces. Él había elegido el de Tony Manero, protagonista de la película Fiebre de sábado noche y ella, a su vez, llevaba justo el de su compañera de baile Stephanie Mangano. Ambos sonrieron al verse tan complementados y de inmediato hicieron pareja durante toda la noche. Él, ducho en academias de bailes de salón y bastante más grandote que ella, la abrazaba, volteaba, la hacía girar en enredos de brazos impensables y ella, sorprendida y envanecida, se dejaba llevar feliz. Como en las mejores películas, la noche terminó con una larga conversación sobre el tortuoso proceso de separación de ella, la confesión sobre su deseo de volver a confiar en los hombres, en el amor… Y la confidencia de él sobre su dura infancia, huérfano de madre, la rudeza de su trabajo como agricultor desde los once años, la soledad de las noches en el campo, de su desconocimiento del amor… Y luego, como un largo puente que uniera un hipotético abismo que los separara, un apasionado beso a la puerta del camarote de ella.
Los días posteriores en el crucero fueron como un idílico viaje de novios. Se buscaban ilusionados entre el resto de personas que desaparecían por completo cuando ellos se juntaban. Ella acariciaba los callos en las manos de él y él la mimaba como a una flor de invernadero.
Podrían verse sin dificultad alguna. Sus residencias respectivas apenas distaban unos pocos kilómetros.
“No me estarás diciendo en serio que piensas salir con este tío, ¿verdad?” “¿No te va a dar vergüenza presentarlo al claustro de compañeros de universidad?”, fue lo más suave que le estamparon algunas de sus amigas la tarde que se lo presentó. Y las miradas de sus colegas iban destejiendo a una velocidad de vértigo todos los proyectos que habían hilado juntos en un crucero sin prejuicios.
“Hay barcos preparados que pueden cruzar casi cualquier océano, pero es peligroso intentar navegarlos con una colchoneta hinchable”, fue lo que él se dijo cuando días después ella lo llamó para hablarle de abismos infranqueables.