Por Santiago Delgado.
En esas calendas de 1854, el Casino de Murcia cumplía siete años. José Echegaray, que se había ido de Murcia a estudiar a Madrid unos seis años antes, ya con el Bachillerato aprobado con las mejores notas, regresa por primera vez a Murcia desde entonces. Ha cursado la carrera de Ingeniero de Caminos en la capital, obteniendo el número uno de su promoción. Ha cumplido en Almería un año de servicio, y, enfermo de tercianas, o paludismo, consigue ser reintegrado a Madrid, donde su padre logra curarlo cuasi milagrosamente. Emprende, pues, viaje de regreso a la casa paterna, ya en Madrid. Y lo hace de una manera que hoy nos pudiera parecer extravagante: navega hasta Cartagena, y coge diligencia después hasta Murcia, en la ciudad departamental. Se queda aquí tres o cuatro días y sale para Madrid.
Varias páginas dedica Echegaray en sus “Recuerdos” a recordar sus andanzas por la ciudad, a la que ve de otra manera, ya de adulto. En uno de los paseos encuentra “el nuevo casino”. “Me dejaron entrar con mucha cortesía, cuando dije que era forastero, y allí estuve unas cuantas horas en compañía de un joven de mi edad; que me dijo ser marqués o cosa por el estilo”, relataba el Premio Nobel murciano. “Me propuso que jugásemos una partida de ajedrez (…) pero a los cinco minutos ya me había comido el rey”.
El mencionado joven era Paul Morphy, norteamericano, Campeón Mundial por antonomasia de Ajedrez a todo lo largo del siglo XIX. Echegaray demuestra buen perder; él, que fue un ganador nato. Ya de viaje a Madrid, coincide con la Vicalvarada, revuelta liberal que le corta el camino hacia la capital de España en Aranjuez. Como el General Ros de Olano, conjurado con los liberales, lo reconoce, por ser amigo de su padre, pueden, él y sus compañeros de viaje, proseguir camino hasta la ciudad de su nacimiento.
Pasados los años, en 1873, y de noche -era abril- perseguido por la hordas federales de los ultras, que asaltan el Congreso, para hacer valer más su fuerza bruta que la democrática del Parlamento, entra en otro Casino, el de Madrid, entonces en la misma acera de las Cortes, aunque más arriba, hacia Sol. Castelar, republicano, lo va custodiando como puede por toda la acera. Lo quieren apiolar por ser republicano moderado. Castelar lo deja en la puerta, aparentemente a salvo. Pero al subir al primer piso, donde se ubica el Casino, el portero, desdiciendo la cortesía propia de un centro de liberalidad declarada, le impide entrar, alegando “que no es socio”. Muy distinto el talante liberal de los murcianos, que a pesar de ser un Club privado como el de Madrid, dejan pasar al forastero. Y sin que él haga mención alguna de sus casi diez años de murcianía a orgullo llevada el resto su vida.
Enterados los socios del Casino que, aquella noche, pululaban por allí, en especial el mejor caballista de España, Manolito Álvárez, salen consternados a por Don José. Lo entran, cuando ya se ve en manos de los más liberticidas que libertarios, y lo acogen. Para más seguridad, lo envuelven en una capa, le dan un sombrero hongo -¡él, que era acérrimo de la chistera!-, y lo sacan, por puerta secreta, a lo que hoy son medios exactamente de la Gran Vía, aún sin abrir. Allí lo acogen en una casa de confianza de sus salvadores. Y, afeitado por completo, para pasar más desapercibido, sale de madrugada hacia su casa.
En resumen: Casino de Murcia 1, Casino de Madrid 0; aunque en la prórroga nos empataron. ¡Bravo por el Casino de Murcia! Nada más que por eso, ya mereció el título de Real entonces.
Enhorabuena por sus 170 primeros años de vida.