Por Ana María Tomás.
En el amplio pasillo que nos recibe, nada más subir las primeras escalinatas de la entrada, resuena un ágil repiqueteo de tacones que cruza otros pasos más pausados. Unos y otros pertenecen a pies de tantos hombres y mujeres que dejaron en ese suelo y en sus paredes la impronta personal, y el preludio coral, de haber dedicado su vida a consagrar este hermoso lugar como parte destacada de la vida social murciana durante casi dos siglos. No es difícil adivinar que algunos se deslizarían entre sus responsabilidades como un vals, otros lo harían entre difíciles y complicados movimientos (que se lo digan si no a la actual Junta Directiva, sin ir más lejos), como esos giros de tango en los que el equilibrio amenaza con jugárnosla a cada instante; y, por supuesto, todos lo han hecho con esas notas directas al corazón como los boleros, y siempre inmersos en el ritmo marcado por los diferentes tiempos, como esos chicos ajenos a otra cosa que no sea la melodía martilleante que truena en sus auriculares.
El Real Casino de Murcia ha ocupado un lugar preeminente en la cultura de nuestra ciudad. Con una virtud bien difícil: ha sabido cuidar y adaptarse a las cambiantes –a veces extremas– circunstancias de cada momento
Sin duda, el Real Casino de Murcia ha ocupado un lugar preeminente en la cultura de nuestra ciudad. Con una virtud bien difícil: ha sabido cuidar y adaptarse a las cambiantes –a veces extremas– circunstancias de cada momento, reinventándose y ofreciendo, además de su esencia y su sublime belleza, una oferta acorde a las necesidades puntuales
Las paredes, vestidas con una belleza que deja boquiabierto tanto al visitante novel como al más curtido en sus estancias, contemplan impasibles el paso del tiempo, los pasos seguros de quienes adquirieron la responsabilidad de velar por tan emblemático edificio, pasos que recogieron ilusionados el testigo de otros pies que antes transitaron esa misma senda.
Celebramos que un edificio represente los ojos fijos del tiempo. Unos ojos que han visto crecer unas tras otras a sucesivas promociones de jóvenes, llenarse de conocimiento o desperdiciar lastimosamente horas y horas; unas paredes remozadas continuamente con la renovada ilusión de quienes empiezan y la pátina de cuantos han consagrado su sabiduría, su experiencia y su buen hacer al servicio de los demás.
Paradójicamente, aunque el inmueble lo abatiera la ruina, siempre seguirá –cual hidalgo español– erguido, firme, enhiesto, virgen de mandobles, porque el Casino, nuestro Real Casino, el que hemos disfrutado, en el que probablemente muchos se hayan enamorado, el que amamos…, está sólidamente erigido en nuestros corazones.
Cumplir años siempre es motivo de júbilo, de regocijo, pero lo es mucho más cuando al remarcar esa hoja en el calendario festejamos tanto: el triunfo de la palabra, el del encuentro, el de las artes, el de la cultura… pero sobre todo el de la constancia en preservar un patrimonio tan indiscutiblemente bello recibido de nuestros antepasados.
¡Feliz aniversario, mi querido y Real Casino! Merecido homenaje a quienes hacéis posible este hito. Para vosotros, mi admiración sin límite; y para cuantos disfrutamos de vuestro trabajo, un anhelo: que siempre reconozcamos vuestra callada e inmarcesible labor.