Por José Antonio Martínez Abarca.
Los objetos y las creaciones humanas nos suelen sobrevivir. La vida humana, incluso si no la comparamos con la media que alcanza una tortuga gigante de las islas galápagos, es sorprendentemente corta. Cuando se empiezan a pensar cosas interesantes, de pronto se interrumpe para siempre. La vida humana, a poco interesante que sea su portador, que no propietario, siempre arroja el calificativo de «prematuramente truncada».
Los objetos y las creaciones humanas «viven», es decir, duran más. Pero no significativamente más. Están expuestos a todo tipo de peligros. Su supervivencia también, como la propia existencia humana, pende de un hilo. El hilo se suele romper en una abrumadora mayoría de casos. Deben pasar por incendios, derrumbes, accidentes diversos, cambios de manos, extravíos y, sobre todo, la prueba del olvido, que casi todo lo reduce a nada en pocos años. ¿Han visitado ustedes esas casas abandonadas y clausuradas apenas durante diez años, un lapso que es históricamente nada? ¿No es espeluznante la sensación, dentro de esas casas, de que todo lo que vivía allí ya no vive, y que lo que no vivía, vive?
Que el Real Casino de Murcia haya sobrevivido a través de tres siglos a varias guerras civiles y a pandemias como el coronavirus o como la mal llamada, y devastadora, «gripe española» de 1918-1920, entre otros desastres, sólo tiene una explicación. Esa explicación no es la casualidad. Las cosas no duran por casualidad, a no ser que sean inmediatamente enterradas por las cenizas de un volcán, como ocurrió en Pompeya, o caiga sobre ellas resina de conífera que con posterioridad, fosilizándose, dé lugar al ámbar, cosas así. Nada de lo creado por el hombre puede sortear las incontables casualidades que suceden, todas ellas dirigidas a destruirlo. Por la sencilla razón de que todo conspira contra la duración, todo tiende de forma casi irresistible al polvo y a las cenizas. No. La única razón de que el Real Casino de Murcia y otras creaciones humanas que merecían conservarse aún estén entre nosotros se debe a una expresa y sostenida voluntad ciudadana. Sí, aunque parezca mentira existió y existe una firme e innegociable voluntad ciudadana murciana, en este caso concreto. La misma que no se presentó en otras muchas ocasiones para salvar inmuebles que deberían persistir en la ciudad, y de los que no queda ni la memoria.
TODO EN ESA CALLE TRAPERÍA HA CAMBIADO MENOS EL REAL CASINO DE MURCIA, RECORDATORIO PERMANENTE DE QUE, CUANDO SE QUIERE, NI EL CÓSMICO PODER DESTRUCTOR DEL TIEMPO PUDE CON LA VOLUNTAD
Cuando se inauguró el Real Casino de Murcia en 1847 aún Edgar Allan Poe componía en Baltimore poemas hacia sus fantasmales mujeres idealizadas. Esto, creo, nos da una adecuada perspectiva. Es decir, El Real Casino de Murcia pertenece a lo que hoy se consideraría la prehistoria de nuestra sociedad, cuando en la calle Trapería, donde tiene asiento el inmueble, aún revolaban nubes de polvo. Todo en esa calle Trapería ha cambiado menos el Real Casino de Murcia, recordatorio permanente de que, cuando se quiere, ni el cósmico poder destructor del tiempo puede con la voluntad. Han ido desapareciendo comercios de textiles y espartos, de lozas y chambergos, de calendarios zaragozanos y hasta de prensa (sí, hubo alguna vez una prensa pujante). Heladerías donde el helado de fresa se hacía con el maravilloso producto local, que llenaba con su olor la estrecha calle, oficinas de bancos y cajas de ahorro, locales tradicionales, otros edificios históricos, de los que, en el mejor de los casos, queda sólo la cascarilla, la fachada… Todo se lo llevó, como en la maravillosa canción de Luis Eduardo Aute, «el viento, el tiempo». «No se trata de hallar un culpable/ Las historias no acaban porque alguien escriba la palabra «fin»/ No siempre hay un asesino/ Algunas veces toca morir/ Lo que viene se va/ Como suele pasar/ El viento, el tiempo…»
CUANDO SE INAUGURÓ EL REAL CASINO DE MURCIA 1847 AÚN EDGAR ALLAN POE COMPONÍA EN BALTIMORE POEMAS HACIA SUS FANTASMALES MUJERES IDEALIZADAS
Pues bien. A veces ni el viento ni el tiempo pueden llevarse algo. Ni siquiera es el mismo el propio solar donde se asienta el Casino, situado como toda la ciudad bajo aguas freáticas que amenazaron su estructura. Me contaba mi tío Cuco, socio desde los tiempos heroicos de la larga pero orgullosa decadencia, de la larga pero orgullosa resistencia, que una vez jugaba con otros socios al dominó en una de las salas y se les vino encima la cristalera del techo. No les acertó en la cabeza, así que no perdieron la compostura y, con flema británica, y tras mirar un momento hacia lo alto como quien observa un fenómeno atmosférico vagamente preocupante, siguieron con la partida… Ése ha sido el espíritu del Real Casino y de sus sucesivos socios. El que ha desafiado hasta a los derrumbes. Desde las «peceras» del Casino se ha observado a través de los siglos, dominando una perspectiva del mundo creo que privilegiada, cómo el planeta mudaba en otra cosa que ya no tenía nada que ver. Sólo lo que había de las peceras para adentro seguía su propio ritmo. El de unos socios que se negaban a que lo importante, a que lo atesorable, cambiase. Y lo han conseguido.
DESDE LAS “PECERAS” DEL CASINO SE HA OBSERVADO A TRAVÉS DE LOS SIGLOS CÓMO EL PLANETA MUDABA EN OTRA COSA QUE YA NO TENÍA NADA QUE VER
En estos tiempos que estamos pasando, tiempos de muerte, naufragio y confinamiento, es bueno pensar en el ejemplo que ha dado a través de tres siglos el Real Casino de Murcia. Por muchas cosas que ocurran, (entre ellas varias guerras civiles desde su fundación), por mucho que cambie de puertas para fuera el planeta, a veces dramáticamente, nada puede vencer esa obstinación de los murcianos que doblaban el periódico en las «peceras» como si no hubiese un mañana, sentados en su butaca de siempre.
La gran lección que podemos extraer de todo esto es que nada importante del mundo cambia si nosotros no queremos. Que podemos, en cierta forma, parar al tiempo, al viento, al polvo y a las cenizas.