UNA CERVEZA DECENTE, POR FAVOR

CONTRA CASI TODO, por José Antonio Martínez-Abarca.

No me gusta nada armar pollos públicos en restaurantes, no soy un vulgar broncas. El conformismo y el pancismo murcianos me obligan a veces a hacerlo. Yo no quería pegarle el explicote a hosteleros desacostumbrados a una mínima exigencia del cliente, pero es por el bien de Murcia. Yo me presto gustoso a indicar el camino correcto, superando mi timidez y mi proverbial aire de persona excesivamente contenida. Murcia es un poco como las cabras: si no le pones un perro que la alerte y muerda las patas, se te va en masa directa al precipicio, al relativismo y la falta de pulso social. El perro feroz que debe enderezarla, a falta de otros voluntarios que se ofrezcan, soy yo.

Hace un par de sábados, a la hora de comer, tuve que corregir sin dar voces pero reconozco que de manera cortante a los dueños y/o encargados de nada menos que tres restaurantes de la Plaza de las Flores y alrededores. Zona turística, el espejo de Murcia ante el mundo. Restaurantes caros, y en algún caso hasta buenos. Para mi pasmo, en ninguno de ellos tenían botellas de cerveza. Sólo el habitual y solitario grifo que no han limpiado a fondo jamás y del que sale esa cosa asidrada y agria, en mal estado, infectada de pompas del tamaño de rodapiés, que los murcianos se beben sin protestar. He visto cómo los camareros meten el grifo oxidado en el vaso y luego los dedos al servir las cañas de cuatro en cuatro. Eso a la gente le parece que da más substancia. Pero ese bebistrajo no se puede dar ni al ganado. Y nadie dice nada. Atonía moral. Menos mal que estaba yo. Conforme voy cumpliendo edad, cada vez me recuerdo más a mi tronitonante padre, que cuando algo no le gustaba en algún sitio público parecía Jehovah a caballo. Todavía creo oírle: “¡va usted a la mierda!”. Estaría orgulloso de verme.

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En esos restaurantes caros, una carta de tropocientos vinos diferentes para esa extendida especie de murciano que los pide porque ha oído que hace fino ante y ninguna cerveza embotellada. Botellas de cerveza de ninguna marca, clase o tamaño. Ninguna cerveza de las españolas, de las cuales ninguna alcanza el aprobado entre los expertos catadores mundiales. Ni latas. Nada en absoluto. Ni siquiera esos ridículos supositorios a los que llaman “quinticos”, que tan nerviosos nos ponen a los que padecemos de una sed imperiosa. Cero. Por no haber, ni había esa basura “artesanal”, acostumbradamente vinosa, acaramelada, cabezona e imbebible que todos los diseñatas parados de España se han puesto a fabricar en la bañera de su casa. Tuve que tragar acompañándome con algo que me humilla, la siempre sospechosa agua. En tres restaurantes. ¿Cómo tienen la vergüenza de cobrar?

Hacía mucho calor. Ese calor que nos sume más en el pancismo a los murcianos. Cuando hace mucho calor mis ganas de que Murcia se dirija al precipicio son aún menores. Mis acompañantes se arrebolaron como damiselas cuando comencé mi reparandoria estructurada pero implacable. Pregunté, con tanta oportunidad como impertinencia, si se había declarado una especie de conspiración. Efectivamente, había una conspiración. Concretamente una especie de estraperlismo cervecero. Por lo visto, hay dos conocidas marcas que se pelean por el centro de Murcia y rompen el mercado poniendo sus barriles a precio mínimo. A condición de que no haya cerveza embotellada. Mi indignación llamó a las puertas del Cielo. Por supuesto, no por la aviesa mediocridad de los hosteleros, sino por la de la masa informe a la que le ha dado igual, porque todo le da igual. “Es usted el primero que se queja”. No me cabe la menor duda.

Es esa falta de principios y de tener alguna inquietud por el mundo la que nos ha sumido en el atraso histórico. La electricidad no ha llegado aún a los trenes de Murcia y en los restaurantes del centro va dejando de haber cerveza, en uno de los territorios del mundo donde más se consume, mientras la buena gente, que no se sabe a lo que está, sigue tan feliciana y tan inconsistente. Tendrán que venir a protestar los alemanes, como cuando los únicos que se manifestaban en Murcia por los malos olores del río Segura fueron los de Orihuela. Menos mal que sigue quedando al menos uno de Murcia con ganas de ponerse convenientemente desagradable. Seguiremos en la bronca.

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José Antonio Martínez-Abarca

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