ADICTOS AL CELULOIDE, por Pablo Sánchez.
Tras ambientar sus últimas películas en lugares tan dispares como Bolivia, Nepal o Escocia -También la lluvia (2010), Katmandú, un espejo en el cielo (2011) y En tierra extraña (2014), respectivamente-, Icíar Bollaín sigue su fascinante itinerario en El olivo (2016). En esta ocasión la directora madrileña nos traslada al bajo maestrazgo castellonense para narrarnos una historia llena de sentimientos y buenas intenciones dispuesta a tocar la fibra sensible del público. Escrita por su marido, el guionista escocés Paul Laverty, El olivo es una de esas películas que, conjugando extraordinariamente bien drama y comedia, consiguen hacernos reflexionar. Y es que bajo su buenrrollismo general -a veces excesivo- y su apariencia de drama intrascendente, esta historia en torno a un árbol centenario lleno de simbolismo esconde un implacable mensaje sobre los males del capitalismo, un sistema enfermo que antepone cualquier rédito económico a la tradición, la cultura, la ecología o al propio sentido común. Por encima de su lectura medioambiental y de su llamamiento a correr riesgos en determinados momentos de la vida -por mucho que toque navegar en contra de todo y todos-, lo que subyace en la nueva criatura de Bollaín es su demoledor retrato del aquí y ahora: vivimos bajo un sistema en el que el dinero es lo más importante.
El epicentro de la acción y auténtica protagonista de la historia es Alma (Anna Castilla, en uno de esos papeles que marcan la carrera de una actriz), una joven inconformista que no está dispuesta a ver cómo su abuelo, que dejó de hablar cuando ella era una niña cuando sus hijos vendieron su olivo favorito por el bien del negocio familiar, se muere sin la ilusión de ver de nuevo dicho árbol en el sitio donde ha crecido toda la vida. Para recuperarlo tendrá que recorrerse media Europa y viajar hasta la ciudad germana de Düsseldorf con la única compañía de su tío, Alcachofa (Javier Gutiérrez) y su amigo Rafa (Pep Ambrós), a los que engañará con el fin de conseguir su objetivo. A pesar de la torpeza con la que está rodada su primera media hora, unido a su engorroso trabajo de montaje, la película termina enganchando por la universalidad de los temas de los que habla: desde el expolio de la tradición, la defensa del medio ambiente o la importancia de mantener vivas las raíces para desarrollarse, algo para lo que la centenaria plantación de la que la película toma el título sirve de perfecta metáfora. Sí es cierto que la obra abusa del subrayado, y que el simbolismo es más que evidente, pero también es cierto que en todo momento se huye de la moralina barata y de lo puramente pedagógico. Aquí, como en todas las películas, lo que verdaderamente importa es la historia, y la historia que cuenta El olivo es muy potente.
Aunque este crítico hubiera agradecido no haber abusado tanto del recurso de la Estatua de la Libertad -si bien es cierto que la primera vez que aparece sobre el camión es uno de los golpes cómicos más logrados de la película- o haber recurrido en más ocasiones a la música a la hora de enfatizar las emociones, en líneas generales pocas cosas malas se pueden decir de El olivo, una película tejida con optimismo que a pesar de recordarnos que vivimos en un mundo dominado por personas que no entienden que hay cosas que no tienen precio, nos hace salir del cine totalmente purificados, regenerados, con ganas de comernos la vida a bocados. Y, además, nos recuerda por qué Bollaín es una de esas cineastas imprescindibles de nuestro cine: nadie como ella para demostrar que no sólo los escritores saben hacer poesía, también los directores de cine. La lista de estampas, paisajes y fotografías dignas para enmarcar que contiene El olivo son legión, y ponen de relieve además el exigente nivel técnico y de producción de la película, algo habitual por otro lado en las películas de la madrileña.
Pero si algo destaca por encima de todas las cosas esta co-producción entre España y Alemania es la dimensión emocional que recorre de punta a punta la obra, regalándonos escenas llenas de vida -el momento de las risas, uno de los más logrados, demuestra el excelente dominio de las emociones por parte de la directora- y otras que a buen seguro arrancarán más de una lágrima. Sin trampas ni trucos fáciles. A golpe de verdad. El olivo es una película HUMANA, en mayúsculas, que habla de lo espiritual, de lo intangible, de lo abstracto, con suprema lucidez. Un nuevo triunfo en la carrera de una cineasta infalible.