UN ASTEROIDE ESTRAVAGANTE

CONTRA CASI TODO. Por José Antonio Martínez-Abarca.

Se ha descubierto un asteroide de tres kilómetros de diámetro que gira por el Universo en dirección contraria a todos los demás cuerpos celestes, desde hace 4.500 millones de años, que parece bastante rato. Es el único asteroide conocido que va al revés que los demás, sin preguntarle opinión a nadie. Todos esos millones de años sin chocar con nada, saltándose todos los semáforos.

Los científicos dicen que el que no haya chocado aún con nada es posible porque el Universo es un espacio relativamente deshabitado, probablemente más aún que el interior de España. En España, por poco habitada que esté, es imposible que nadie vaya a su aire en dirección contraria a las modas de cada época, sin estamparse muy pronto contra la reprobación social y la consiguiente muerte civil. Aquí haciéndote el original, no yendo en la dirección que va el viento de la sociedad, no duras ni 4.500 millones de años ni 4.500 segundos. «Nadie es más que nadie», dicen en Castilla. Y aquí nadie, tampoco, puede ser demasiado diferente a nadie, por mucho que se diga que en España somos todos anarquistas.


Se cree que para ser verdaderamente libre hay que tener suficiente dinero como para poder despreciar a todo y a todos cuantos se nos antoje. Tengo un conocido que quiere que le toque la lotería para poder decirles a todos aquellos con los que se lleva bien lo que realmente piensa de ellos


En las épocas de la humanidad donde ha habido mayor uniformización ciudadana, como a finales del siglo XIX, con la industrialización y la idolatría de la ciencia, o como ahora mismo, con la idiotización general de la tele y las redes sociales, el sueño de los elitistas siempre ha sido distinguirse de la masa. Ir en contra de la corriente de su tiempo, como el asteroide. Todos han fracasado de forma sistemática. Nadie puede ir en dirección contraria demasiado tiempo. El filósofo Nietzsche se volvió loco, si es que no lo estaba ya, un día en que vio cómo azotaban a un caballo en Turín, y ahí terminaron sus originalidades. El escritor Gerard de Nerval, el mismo que había paseado por la calle a una langosta viva con un lazo azul, como si fuera un perrito, por epatar un poco a los burgueses, acabó ahorcado en un callejón oscuro de París cuando se cansó de que sus excentricidades no le dieran ni para vivir. Otro escritor, Huysmans, hizo una novela, «A contrapelo», donde su personaje principal, un asteroide humano, pretendía olvidarse de la sociedad y hacer lo contrario que ella. Para ello se encerraba en un casoplón en el campo, dispuesto a no salir nunca más, a vivir de sí mismo, pero al final el propósito salía mal, porque los salmones acaban con sus fuerzas al llegar a destino y mueren de agotamiento sin poder regresar al mar. Los ejemplos son incontables. Se cree que para ser verdaderamente libre hay que tener suficiente dinero como para poder despreciar a todo y a todos cuantos se nos antoje. Tengo un conocido que quiere que le toque la lotería para poder decirles a todos aquellos con los que se lleva bien lo que realmente piensa de ellos. Pero resulta que los ricos tienen más miedo a perder lo que tienen que cuando tenían menos, y están mucho más pendientes del qué dirán que si dependiesen de otros para su subsistencia. Nadie puede ser como ese asteroide desafiante. 4.500 millones de años sacando la lengua al orden previsto de las cosas, al resto de planetas y cuerpos celestes que viaja por el Universo de forma unánime, en el sentido inverso a las agujas del reloj. El asteroide es el único que circula en la dirección correcta.

Cuando contemplemos el cielo nocturno, hay que pensar que hay algo ahí afuera, un insignificante pedrusco de tres kilómetros que hace aquello que nosotros nunca nos podremos permitir, ir de diferente contra todo el inabarcable Universo y sus fuerzas inconmensurables. Querríamos ser como él, pero ese asteroide también se burla un poco de nosotros al pasar y, si la noche es lo bastante tranquila, casi podremos escuchar lo que nos grita desde el infinito: «¡Adiós, pringados!».


José A. Martínez-Abarca

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