TÓRTOLAS DE SOBREMESA

HISTORIAS DE UN SOLTERO DESENCANTADO. Por José Antonio Martínez-Abarca

Nací a la hora más abrasadora de un, por supuesto, asfixiante día de julio. Con la categoría de ser un «caballo de fuego», según el curioso zodíaco chino, desde entonces he ido por la vida, como si dijéramos, envuelto en llamas. Un «intensito». Pero llega un momento en que esas llamas consumen y quien peor soporta el calor del verano es quien fue la antorcha humana, como llega un momento en que quien peor soporta la visión de la sangre es el que se dedicaba a ser asesino a sueldo. El calor abrumador llega una edad en que se vuelve contra uno mismo. Desde hace ya muchos años, los raros días en que no tengo pesadillas, me despierto habiendo soñado con confortadoras brumas, tonos de grises, olvidos autoimpuestos y olor a limpio. Hace mucho que el verano ya no es para mí el escenario favorito de mi infancia, a pesar de haberlo sido. La memoria se modifica al gusto y ya no puedo asociar recuerdos agradables con los días achicharrados en la playa o las sudorosas noches propias de este encabalgamiento obsceno del Sáhara sobre Europa que es nuestra tierra. Sé que con ello estoy falseando lo que ocurrió, porque a aquellos ojos de cuando tenía seis, diez o catorce años no había nada negativo en todo eso.

La visión de la realidad se transforma radicalmente cuando cambia la salud, y modifica hasta los recuerdos, excepto los olfativos, sonoros o palatales, que no se pueden alterar lo más mínimo. Temperaturas y ambientes que antes eran sinónimo de vida luminosa ahora me hacen sentir físicamente enfermo. Lo que antes me expandía, el verano de aquí, hoy me oprime, y todo se debe a haber perdido aquellas energías. Hay unas pocas reminiscencias del verano que siempre se repiten, sin embargo, que me siguen trasladando a la lejana memoria de lo que realmente fue, a aquella dicha de niño sin aparentes límites y que no necesitaba pensarse. Una de esas reminiscencias principales es para mí el sonido de las tórtolas sobre las horas de la sobremesa. Me sigue resultando desarmante, porque de pronto el verano parece amable, un rostro de otro tiempo.

Llega un momento en que esas llamas consumen y quien peor soporta el calor del verano es quien fue la antorcha humana  

Vivimos en tierra de tórtolas, salvajes, asilvestradas o domésticas, no sé si por la cantidad de «palomistas» que hay por aquí. Hay infinidad de tórtolas trazando todavía las líneas de un mapa que ya no existe, el de la huerta del valle de Murcia, como si la cosa no fuera con ellas. No han renunciado a seguir viviendo como si no se hubiese modificado su hábitat, al estilo de esos ingleses que en medio de un bombardeo no dejan de celebrar su hora del té. La tórtola, animal tan querido en esta parte que incluso ha dado viejo nombre a una popular marca de calzado, en este sentido es un animal resistente, indiferente e impasible, y quién lo diría al ver lo delicado de sus líneas, que carecen en absoluto de esa cosa gallinácea de sus primas las palomas, y ese plumaje en sobrio gris de media etiqueta del que Salvador Dalí diría que «parecen vestidas por Balenciaga». Pero lo que traslada a otro tiempo es ese «uuuh-uuuh» de las tórtolas a la sombra de las higueras, cuando ya parece advertirse un casi imperceptible declinar en la inclinación del sol, una promesa vaga de un otoño que, como pasa desde hace demasiado, nunca se presentará.

A las tórtolas parece darles igual que se presente lo que sea. Desde que casi adivinamos el comienzo de la declinación cíclica del sol (puede que sea imaginario, sólo las ganas de quitarnos de encima un verano que «manu militari», de una forma u otra y a efectos prácticos durará hasta bien entrado noviembre) varias líneas de sonido superpuestas. Las cigarras un poco por debajo, normalmente adosadas al tronco de un pino, tipo de rugosidad que es de su preferencia, y las tórtolas posadas donde sea, un poco por encima.

La instrumentación, el rascar de las cigarras, como columna de sonido de fondo para la voz de las tórtolas, monosilábica pero adictiva. Hipnotizante bajo el inmenso peso del calor, que se siente sobre nosotros como un paquiderno echado. Las tórtolas son metrónomos del aire, que marcan los tiempos con su sonido, como lo son los cucos -alguna gente poco discriminatoria llega a confundir a veces el gorjeo de ambos pájaros- o algunas clases de rapaces nocturnas, alguna de las cuales se oye exactamente como el «sónar» metálico de un submarino.

Mi amor, si quieren exagerado, por todos esos sonidos veraniegos no ha decaído o se ha modificado a pesar de que mi opinión sobre el verano haya pasado de un extremo al otro. Si pudiese los habría incluido en ese cilindro sellado con sonidos del planeta Tierra que, según parece, se puso en órbita por la NASA hace cincuenta años o más, por si algún día lo encontraban al azar los extraterrestres, para que se hicieran una idea de las cosas buenas que se estaban perdiendo…   

José Antonio Martinez-Abarca.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.