RETORNO DE LA JUVENTUD

HISTORIAS DE UN SOLTERO DESENCANTADO. Por José Antonio Martínez-Abarca.

Hay una cierta edad en el hombre que los franceses llaman retour d’age, que no es tanto viajar a la juventud sino que es la juventud la que «vuelve». Está expresada hasta el ridículo (aunque el retour d’age siempre tiene bastante de ridículo) en la película de Luchino Visconti «Muerte en Venecia». Esta expresión francesa se refiere al madurito en franco avance hacia la presenectud al que le viene en bucle una primavera emocional tardía, y se empieza a obsesionar con las jovencitas o, como en el caso de la película, los efebos.

El ridículo del maduro o presenecto, que el arte de Visconti transforma en grandiosidad dramática (si bien su «Muerte en Venecia» ha envejecido mal desde los años 70, como un señor aquejado de retour d’age) se plasma de forma incontrovertible en aquellas últimas escenas en que al patético enamorado, sentado en la playa al sol, le caen por su cara agonizante los churretes del betún con que previamente le acaban de tintar las canas.

Siempre he temido como a un nublado la llegada de la retour d’age. De momento no noto nada. No me ha dado por las «lolitas», tal vez porque no me gusta enseñar a nadie ni aprecio en modo alguno la virginidad. Pero nadie está libre. Echando la vista atrás, he tenido épocas en mi vida con una visión de algunas cosas que ahora francamente no me explico. Quién nos dice que esa visión alterada temporalmente no pudiese regresar de nuevo, esta vez bajo la forma de una debilidad de comportamiento nada propia de un señor mayor, con la dignidad que se le presume a la gente con experiencia. Uno no sabe que se ha vuelto loco hasta que deja de estar loco. Y perder en algún momento la cabeza, de forma transitoria pero acusada, está absolutamente generalizado.


UNO NO SABE QUE SE HA VUELTO LOCO HASTA QUE DEJA DE ESTARLO


-Con los años, ¿sabes, querida?, noto que se apaga el fuego de la pasión y estoy entrando, como decía Schopenhauer, en la edad del conocimiento -les digo a mis sabias conocidas, presumiendo vanamente de mi templanza-

-Eso, querido -me responden, escépticas- es porque aún no eres lo bastante mayor. Serás verdaderamente viejo cuando te vuelva extemporáneamente la pasión, con todos sus desastres, y durante al menos una época te dé por hacer las mismas cosas que los nietos que no tienes…

Soy de los que piensa que esto es lo peor que podría ocurrir, dado que ir de adolescente cuando ya estás en tiempo de poner tus asuntos ultraterrenos en orden es la última desgracia provocada por la sociedad aniñada que estamos creando. Los primeros signos de este mal de la retour d’age son sistemáticos en el varón, y empiezan por la adopción de unos códigos vestimentarios y de actuación pública muy concretos. De repente, el amigo juicioso, que por ejemplo ha sido un viejoven toda su vida, y cuya máxima aventura en su vida ha consistido en saltarse una comida, aparece por ejemplo con un pantalón rojo o una camisa de paramecios. Y te lo encuentras en la puerta de los bares tratando de seguir con el cuerpo el ritmo del «perreo» que suena dentro. En la mujer también hay una retour d’age, pero tiene otras causas y consecuencias diferentes, aunque hay una evidente tendencia en ellas a ataviarse de vestiditos en imitación leopardo, a juego con el tinte del pelo (en los países anglosajones a las maduras que atraviesan este momento se las conoce como pumas, cougars).

-Qué peligro tiene una cougar, querida… -sigo charlando con mis sabias conocidas-.

-Mucho menos que cualquier señor respetable al que, un día, le da por aferrarse desesperadamente a lo que ya no tiene, querido -me responden, con total contundencia-.

Y es cierto. El fenómeno viejuno de la retour d’age está tan extendido a ciertas edades porque su origen es, simplemente, el miedo a la muerte de aquellos que, una mañana, tienen plena constatación de que lo mejor del futuro ya está a sus espaldas, y tratan, por supuesto en vano, de revertir ese proceso.


José A. Martínez-Abarca

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