Sentada en la mesa de su diminuta cocina, acorde con su mínimo apartamento de soltera, Mónica ha extendido todo el arsenal de manicura para darse algunos retoques en las uñas. Esta semana no ha podido pedir cita en su gabinete de belleza habitual: el trabajo, pues Mónica es una abogada de prestigio y éxito, la ha mantenido ocupada de la mañana a la noche sin descanso.
Es viernes tarde y esta noche tiene una cita, la cita. No sabe como ha llegado hasta ahí, pero el caso es que entre copa y copa, en el local más cool de la ciudad, su amiga Clara, recién divorciada y con muchas ganas de marcha, saludó a un amigo que, a su vez, iba con otro amigo al que ella ya había visto en alguna ocasión, congeniaron y acabaron quedando en que se llamarían, algo que nunca pensó hacer, ni que fuera a hacer el otro, pero para su sorpresa lo hizo. Y aquí está, dándole vueltas al armario y a su persona, ropa y complementos perfectamente seleccionados, a la espera de la hora en que se verán en el gastrobar más concurrido, por sugerencia de él, donde solo se consigue una reserva con varias semanas de antelación o, como ya le dijo cuándo le indicó el sitio, por ser amigo del propietario.
Nadie sospecha de su edad, hasta su propia madre dice dudar
Mónica se ha puesto las gafas para atinar con la laca sin salirse de la uña. Sí, a los cuarenta y, tras muchas horas de ordenador al día, la presbicia ha hecho acto de presencia en su vida y le ha obligado es usar gafas, aunque solo las utilice en la intimidad de su trabajo y su hogar. Por lo demás, nadie sospecharía su edad, en apariencia más cercana a los treinta, hasta su propia madre dice dudar, quizás a propósito para no recordar la propia. El machaque del gimnasio la ayuda a mantenerse en forma, así como los lánguidos menús y hasta el ayuno de algunos días, sobre todo después de algún exceso.
Mira el reloj para comprobar que sobra tiempo y todo va sobre lo previsto. Es una mujer minuciosa y cada vez más maniática del orden, según sus amigas casadas porque no tiene que compartir su vida con nadie. Aunque sí la comparte, según ella, con su gato, que es el mejor compañero. No incordia, no pregunta, no exige y además le hace arrumacos y fiestas cuando llega cada día al hogar.
Espera que seque una de las manos antes de empezar a laquear la otra, sin prisa, mientras piensa en que, antes de marcharse a la cita, tiene que programar la grabación de la película que le recomendó su amigo Alonso, un cinéfilo donde los haya, La Grande Bellezza, de Sorrentino. Con las ganas que tenía de verla y precisamente esta noche la estrenan en televisión.
Continua con la pintura de la otra mano, mientras hace recuento de las cosas pendientes para el día siguiente. Los sábados están destinados a sus labores domésticas, no hay otra, entre semana le es imposible encargarse de hacer compras, llenar el frigo, poner lavadoras u ordenar algún armario que las prisas del día a día le impiden dejar perfecto. Los viernes son malos días para quedar, el cansancio acumulado de la semana la deja mustia y con pocas ganas de hablar.
Durante el rato que estuvieron hablando ahora es consciente de que quien habló fue fundamentalmente él
A la espera de que queden resistentes sus perfectas uñas, tras una segunda ronda de laca, rememora la conversación con el individuo que verá dentro de un rato. Apenas se había acordado de él estos días. Sabe quién es, aunque no lo conozca mucho, y, lo más importante, está soltero como ella, aunque también sabe de su antigua fama de ligón de pacotilla, incluso de su mala fama reciente de menorero, de ahí que le extrañe la iniciativa de invitarla a cenar.
Durante el rato que estuvieron hablando ahora es consciente de que quien habló fue fundamentalmente él, y ¡cómo! En su verborrea no paró de hacer alarde de saber de todo, conocer a todo el que es alguien, según él, estar al tanto de modas y modos de aquí y de allá… Él ha visto, él ha estado, él ha vivido… y absolutamente todo lo que decía lo decía mirando a un punto indefinido, entre la pared del fondo y el techo del local, mirada esquiva que ella bien conoce por haber tratado con más de un hedonista con un alto grado de egolatría.
¿Dónde conduce la cita de esta noche?
¿Dónde conduce la cita de esta noche?, se pregunta. Y durante unos segundos imagina una vertiginosa secuencia en la que, entre plato y plato, copa y copa, su partenair habla que te habla hasta abrumarla, para inmediatamente después preguntarle, como quien no quiere la cosa, ¿en tu casa o en la mía?, y ella, en ese instante, es incapaz de imaginar más allá de ese momento.
En la pierna ha sentido el tibio contacto de la piel de su gato, ronroneante y cálido. Mira el móvil sobre la mesa, antes de decidir cogerlo y hacer la pertinente llamada. Esta noche, cómodamente acurrucada en su sofá, verá la Grande Bellezza mientras saborea un sándwich, realmente es lo que más le apetece. Mejor sola.