MI PUNTO DE VISTA. Por Pilar García Cano.
Hace unos meses Donald Trump, presidente de Estados Unidos, firmó una ley reconociendo las adicciones como enfermedad, algo nuevo en el sistema sanitario y avalando su tratamiento médico. Los avances científicos de los últimos tiempos lo han demostrado.
Anna Rose Childress, neurocientífica clínica de la Universidad de Pennsyvania, nos dice que cuando nacemos todos llevamos en nuestro cerebro la necesidad de buscar alimentos para subsistir como especie. Y como herencia evolutiva llevamos también un sofisticado detector de recompensas cuya razón de ser no difiere demasiado del de las ratas, y que opera en el dominio de los instintos y los reflejos para garantizar que buscamos lo que necesitamos, y nos hace fijarnos en las imágenes, los sonidos y los olores que nos llevan hacia ello. Sistema diseñado para sobrevivir, pero que nos juega una mala pasada cuando podemos hacer realidad nuestros deseos las 24 horas del día.
Las últimas investigaciones apuntan a que el sistema de recompensa del cerebro tiene mecanismos diferentes para el ansia de consumir determinadas sustancias y para el placer. Esta ansia es efecto de la dopamina, un neurotranmisor. El placer es estimulado por los neurotranmisores en los “centros hedónicos”. Cuando los circuitos del ansia saturan los centros del placer surgen las adicciones y la persona lleva a cabo comportamientos o consume sustancias sin pensar en las consecuencias que pudieran traerle. Todo esto, debido a la enorme plasticidad del cerebro, que origina que afecte a las áreas de aprendizaje, es decir, aprendemos lo que no debemos. Sería una forma patológica de aprendizaje. Esto ha originado que se reconozca, entre otras, una adicción conductual: la ludopatía.
La drogodependencia en la actualidad es una lacra social con más de 200.000 muertos anuales según Naciones Unidas, con enorme coste de sufrimiento personal y económico en términos de sanidad y pérdida de productividad, todavía sin tratamiento infalible
El cerebro, como es muy listo, nos alerta de que primero se empieza por hábitos no saludables y después se pasa a los hábitos destructivos. Como las conductas son actos complejos, no se sabe por qué unas personas caen en los lazos de la adicción y otros no.
La drogodependencia en la actualidad es una lacra social con más de 200.000 muertos anuales según Naciones Unidas, con enorme coste de sufrimiento personal y económico en términos de sanidad y pérdida de productividad, todavía sin tratamiento infalible. Lacra que no parece que vaya a terminar, al contrario, avanza alcanzando a segmentos de población cada vez más jóvenes. Su resolución, según los científicos, pasa por estrategias que garanticen más ayuda pública, más programas de prevención y más tratamientos.
Las campañas sanitarias de los últimos tiempos sobre consumo de alcohol y tabaco en los jóvenes, e incluso en niños de 12 años, van encaminadas en la línea de la prevención, ya que su consumo afecta a órganos importantes y, sobre todo, a un cerebro en formación.
La Asamblea Regional de Murcia ha aprobado que a los colegios de la Región se les dote de personal sanitario de enfermería. Yo creo que estos profesionales son las personas idóneas, junto con los maestros, para que en los últimos años de la educación primaria se realice un plan de formación e información a los alumnos sobre las adicciones.
Los centros de Educación Secundaria deben, a través del Departamento de Orientación, elaborar planes de trabajo conjunto con los estamentos sanitarios y policiales, al objeto de prevenir o atajar, en su caso, el consumo de estupefacientes, por ser las edades más vulnerables.
La familia, elemento social de primer orden, es el principal actor preventivo, potenciando hábitos de vida saludable desde la infancia. Con los hijos hay que hablar, y mucho, en la medida que puedan ir comprendiendo las cosas, enseñándoles a pensar antes de actuar para que sean reflexivos y autónomos en sus decisiones.
La salud mental de nuestros jóvenes está en juego.