Pongamos que hace 40 años

Especial 40 aniversario. José Antonio Martínez-Abarca

Se cumplen 40 años desde que el Estado español reconoció al Real Casino de Murcia como Monumento Histórico-Artístico Nacional y pasó a la consideración de Bien de Interés Cultural. Se trató, simplemente, de oficializar algo por parte de uno de los primeros gobiernos democráticos, que ya estaba plenamente entendido (y extendido) desde hacía mucho tiempo entre toda la población española, de esa época y de las anteriores. El Real Casino de Murcia como lugar obligatorio de visita para aquellas personas que viajaban o simplemente pasaban unas horas por Murcia. El monumento típico de Murcia, junto a la Catedral de Santa María, y el lugar de visita irrenunciable, junto a la mencionada iglesia y el restaurante Rincón de Pepe que entonces regentaba Raimundo González Frutos.

Se reconocía al Real Casino de Murcia como epítome perfecto -Casino de casinos- de una institución tradicional extendida por todo el territorio español y que, aunque existe en otros lugares como Italia, en ningún lugar se ha imbricado en el tejido social de manera tan singular como aquí. En ningún lugar el Casino ha sido un lugar para prácticamente todo, generador de la entera vida pública de una localidad, como lo ha venido siendo en España, y en buena medida eso no se ha visto alterado a día de hoy. Hace 40 años los murcianos acabábamos de perder a nuestra vecina y hasta entonces hermana Albacete, a causa de unas negociaciones preautonómicas mal llevadas por los políticos de la época, con una visión a corto, medio y largo plazo bastante mejorable, y a los de la capital murciana aún se nos conocía en España como «barrigaverdes», un término que dicen nació en Cartagena pero que, usado por el resto de españoles, resultaba una denominación cariñosa.

Murcia era por entonces una urbe que había crecido muy deprisa y no siempre bien, que había perdido muchos rincones entrañables en pro de ofrecer vivienda urgente al mayor número posible de gente, y que veía como lo que se había mantenido entraba en una cierta decadencia arquitectónica, debido a los efectos del tiempo y a unos materiales muy sensibles a la humedad.

El Real Casino no había permanecido ajeno a esa lenta destrucción del tiempo, allá por el año 1983. Por entonces se situaba al lado, pared con pared, de un hotel, el «Madrid», que disponía de un florido patio de ambientación andaluza, algo que hacía que el centro histórico aún tuviese un recuerdo de aquella huerta que ya por entonces se estaba perdiendo aceleradamente. Y sin embargo el edificio del Casino seguía gozando de muy buena salud en cuanto a su imagen entre los españoles. Seguía siendo el lugar donde admirarse de un paso del tiempo enlentecido y civilizado que era de las cosas más agradables y dignas de la vida de provincias. Como si en las elogiadas «peceras» del Casino que miran a la calle Trapería, que hace 40 años se llenaban a rebosar de oficinas de bancos y cajas de ahorro (fue llamada «calle del capitalismo» por excelencia a nivel nacional) hubiese, quieta, un agua cristalina y luminosa contra la que no pudiesen las diversas peripecias por las que pasaba la ciudad. 

Bajo las peceras siempre había unas mesitas dispuestas por el propio Casino, para disfrutar del aire libre, para una o máximo dos personas, pequeñas para no entorpecer en exceso el siempre nutrido tráfico de los viandantes, sobre las mesas un café o un anís (por entonces la cerveza se llevaba bastante menos), y bajo esas mesitas unos zapatos, antaño botines, que siempre aspiraban a ser lustrados mientras se leía el periódico.

Nunca he podido imaginarme una estampa que resumiese mejor la vieja ilustración española (que la hubo), la curiosidad y la discusión de después de comer acerca del entero mundo desde el metro cuadrado de una cómoda butaca, a poder ser siempre la misma, que el recuerdo de aquellos cafés que se tomaba la gente en el Casino. Pongamos que ahora hace exactamente 40 años, se veía siempre por la tarde a un señor o una señora maduros tomando su café en la pecera del Casino o en las mesitas dispuestas debajo de las peceras. Un café siempre muy torrefactado en aquellas pequeñas y sin embargo pesadas tazas blancas de loza con un asa mínima donde no se podía insertar ni el dedo de un niño. Tomaban un café liberal-conservador en el Casino, mientras miraban la calle con curiosidad o desplegaban un periódico de áspero papel amarillento que dejaba huellas de tinta fresca en los dedos, azuleante de tan negra, como el propio café torrefacto.

Eran, y siguen siendo, sobremesas histórico-artísticas, monumento nacional en sí mismas. Más perennes que la misma piedra.

José Antonio Martinez-Abarca.

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